Columna Cantarrana

Mariachis, comunistas, evangélicos y gachos

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

El libro de memorias de Óscar Bákit lo deja bastante claro: en la posguerra no existía nada peor que ser mariachi. No solo no les daban brete, sino que los agredían físicamente y, a menudo, los clavaban en oscuros calabozos sin razón alguna. Hasta en las fiestas de Plaza Víquez, según cuenta Bákit, llegaban los represores con sus ametralladoras a intimidar a todos aquellos que estaban coloreados de ser calderonistas. Quizás solo los comunistas la pasaron tan mal como los mariachis: del exilio a la defenestración y el escarnio. 

Lo cierto es que el proyecto de Liberación Nacional fue desde el inicio una sacada clavo. Y al constituirse como un proyecto hegemónico, no solo en un sentido político y económico, sino ante todo cultural, se constituyeron también sus parias y sus víctimas. 

Este fue un fenómeno que se prolongó, incluso, hasta fines del siglo XX. Y se sumaron, por supuesto, otros actores con el signo de la peste. Así las cosas, para las elecciones de 1990, evangélicos, comunistas, mariachis, futuros jugadores de Sega y aficionados a los Suns de Phoenix representaban el verdadero epítome de la polada. Hablo, pues, de la arqueología de lo gacho. 

Yo, por entonces, tenía 9 años. 

Mis abuelitos, profundamente figueristas, hablaban de los riesgos de un gobierno calderonista. Me contaban de supuestos ejercicios de represión feroz, de asesinatos, de fraudes, de vejaciones de matones que disparaban a todos aquellos que no fueran oficialistas.  

Yo me imaginaba que ocurriría lo mismo, que un gobierno calderonista supondría una revancha, que habría otra guerra y que mi papá y mi abuelo irían a pelear. Y eso, francamente, me generaba una enorme angustia. 

Llegó el día de las elecciones y mi mamá me vistió con ropa de guía liberacionista. Los guías, formalmente, debían participar en una serie de reuniones de capacitación para comprender la dinámica de los padrones y las juntas receptoras. Yo, que siempre he sido perezoso, no fui a ninguna de esas capacitaciones. Ciertamente no quería que ganara Calderón, no quería otra guerra, no quería enterrar a mi papá ni a mi abuelo, pero, bueno, la cosa tampoco daba para tanto. Y por eso me quedé jugando Atari y leyendo mientras los futuros aspirantes a síndicos memorizaban el padrón. 

Mi mamá fue a votar y me dijo que me quedara un rato con uno de mis primos (que sí era guía capacitado) y con el resto de güilas liberacionistas Mi primo, consternado, me decía: “¡Fabi! Usted no puede ser guía, usted no sabe nada, no fue a las reuniones”. 

En medio de la algarabía electoral, las banderas y los rencores contenidos, los guías auténticos iban y venían contribuyendo al sufragio y a la defensa de la democracia. Yo, por el contrario, me esquineaba, me hacía el distraído y evitaba el contacto visual con esas señoras o señores que tenían pinta de andar perdidos. 

De repente, alguien me preguntó por la mesa electoral donde le tocaba votar. Me dio su nombre completo, su número de cédula, su dirección, su historia de vida. Y yo, que no sabía un carajo, me quedé de hielo. Pasaron unos segundos y ante la congoja se me ocurrió señalar cualquier puerta. 

No recuerdo qué dije. 

La 3606. 

La 4224. 

Algo así. 

Y la señora o señor, que obviamente lucía signos externos liberacionistas, se dirigió confiada o confiado hasta ese recinto electoral donde, de seguro, no podría emitir su voto. 

En la noche vimos los resultados en casa de unos vecinos y yo no dejaba de pensar que Carlos Manuel Castillo había perdido por ese voto. 

Y la verdad, la verdad, no me importaba mucho. 

Ese fue, a lo mejor, mi bautizo gacho. 

Esa puerilidad noventera, de alguna manera, terminó constituyéndome. La sospecha de haber contribuido, aunque fuera mínima e involuntariamente, al triunfo de aquello que se consideraba polo, atroz, me complacía. 

Décadas después vino la pérdida de seguidores en Twitter, la gente conocida que se cabreó y el hecho, en sí mismo dolorosísimo, de que mis chistes, de pronto, dejaron de ser graciosos. 

De nada sirve sacar las credenciales del pasado: que si me vistieron como guía en las elecciones que perdió Castillo, que si cantaba piezas de Silvio, que si fui monaguillo de la izquierda, que si tenía buzo con el logo los Bulls, que si voté por Luis Guillermo… 

Llega un día y entonces uno se siente como esos personajes de Salarrué que chulean un radio y luego experimentan una epifanía de montaraz. 

“Semos malos” decían ellos. 

“Semos gachos” dice uno. 

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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