Una vez más el señor presidente de la República presentó al Congreso su informe anual de labores según lo manda la Constitución Política, y al margen de la valoración que ese poder o sus integrantes hicieran a modo de control o lucimiento político, lo cierto es que el balance de la gestión gubernativa fue expuesto y también comunicado al soberano, como además sucede cada semana y en las giras locales de la Presidencia.
La rendición de cuentas es un deber constitucional del funcionariado público, que se intensifica cuando se trata de jerarcas y representantes populares, ya que su poder y autoridad se refleja en las decisiones que individual o colegiadamente tomen, y que impactan la vida de las personas. Por eso, la evaluación del desempeño es un derecho social que se optimiza cuando el pueblo conoce cómo se asignan y utilizan los recursos públicos, aumentando los niveles de transparencia.
Recuérdese que el Estado se encuentra sometido a un elenco de fines y objetivos básicos, en parte asociados a las tradicionales funciones de los poderes republicanos: legislar a favor del interés de la mayoría, promover e implementar políticas públicas para el bienestar del pueblo, administrar pronta y cumplida justicia, organizar y dirigir procesos electorales íntegros, y ejercer control sobre la hacienda pública sin aspirar coadministrarla.
Se espera que al menos esas funciones estatales constituyan eficientes y eficaces prestaciones colectivas, que al proteger los derechos de los habitantes también los realicen, para que el país pueda prosperar y encarar mejor los múltiples desafíos del siglo XXI.
Ahora, de acuerdo con la encuesta del CIEP de marzo de este año, las personas adultas consultadas evaluaron el pobre desempeño de varias de las instituciones llamadas a cumplir dichas tareas sustantivas. Así, el Legislativo y partidos obtuvieron calificaciones de 4.5% y 3.6% respectivamente, en una escala de 0 A 10; nada nuevo.
Retomando, es un derecho fundamental conocer porque las instituciones no cumplen satisfactoriamente su labor, y la razón por la que los titulares evaden la obligación constitucional de rendir acertadamente cuentas, propia de la responsabilidad pública inherente al Estado de Derecho.
Es decir, ese deber protege en doble vía la efectiva prestación de los servicios esenciales, pues por un lado las autoridades públicas han de someter su gestión a evaluación, y por el otro, la sociedad puede pedir cuentas y reclamar su incumplimiento. Igualmente, no existe otro camino para que el soberano “castigue” al mal proveedor de esos servicios, conforme lo hace en el ámbito privado.
La defectuosa rendición de cuentas se ha viralizado en las instituciones contaminando la confianza en ellas. Se trata de un lujo que no debería darse la democrática sociedad costarricense, de ahí la importancia de contener jurídica y políticamente esa lamentable situación.
Resulta, que hace un año se publicó un proyecto de ley para la rendición de cuentas de las diputaciones (expediente No. 24.312), entonces asignado a la Comisión de Asuntos Jurídicos, que como era de esperar no se ha dictaminado favorablemente, y menos se oye hablar decididamente de él.
Esa iniciativa se sustenta en aquel principio constitucional de transparencia y rendición de cuentas, alineado al derecho de los ciudadanos a tener información amplia y veraz de la gestión anual de sus representantes en el Legislativo, y así valuar si han cumplido las promesas de campaña que los llevó a la “curul”.
Algunos indicadores de desempeño comprenderían: iniciativas impulsadas y defendidas, tipo de recursos públicos utilizados, proyectos finalmente aprobados y convertidos en ley, así como su impacto real, porque le concierne a la sociedad ponderar cuáles y cuántos de esos recursos se invierten en la labor parlamentaria, “versus” los resultados concretos y medibles obtenidos.
También, es crucial para la ciudadanía estar al tanto de los verdaderos motivos del incumplimiento de la labor legislativa y de la omisión en explicarlo públicamente, pues constituye una falta grave, continuada e impune porque tampoco se sanciona.
La misión de cualquier administración pública es el servicio comunitario, por tanto, su eje es el individuo, que es administrado, cliente y consumidor de su prestación, volviendo exigibles los mecanismos de la evaluación y desempeño. Además, los servicios públicos son financiados por las personas y la colectividad, lo que determina su derecho a vigilarlos y fiscalizarlos.
Lo cierto es que el gigante ecosistema institucional no ha sido capaz de satisfacer con calidad las legítimas necesidades de las personas, y menos se ha tornado facilitador de su desarrollo integral, de ahí la pésima calificación ciudadana. Pese a tal fallo prestacional, hay actores políticos que se consideran expertos jugadores de “grandes ligas”, aunque en su gestión parezcan aficionados y sus resultados sean de ligas menores.
El país ya no tolera más profesionales de la inoperancia y el obstáculo, y menos tanta impunidad política; por eso ha comenzado a dar signos de la impostergable necesidad de consolidar la República del Siglo XXI, y una prueba patriótica de ese cambio sería la regulación de la rendición de cuentas de las diputaciones.
Tal avance democrático saldaría esa deuda constitucional y transparentaría más la gestión del primer poder, arrojando amplia y útil información para atenuar el “show a la tica”, e incentivar la labor sustantiva en beneficio de la gente, quien por delegar su representación merece tomar mejores decisiones en cada campaña electoral.
Un pueblo menos ignorante sería más libre, y esta es parte de la razón de una democracia (que como la nuestra) se precia mucho de serlo.