No es por ser apocalíptico, pero las cartas están sobre la mesa para un conflicto global devastador. En 1989, EEUU celebró la caída del último imperio ruso, esta vez de corte marxista. Nació en 1917 pero la invasión nazi de 1941, veinte millones de muertos después, la obligó a tener fronteras en Europa Central. El imperio tenía nuevos socios históricamente incómodos, como Polonia, Alemania, Chequia y las Repúblicas bálticas y vecinos desconfiados, como Finlandia y Suecia. Eso empezó lo que llamó la Guerra Fría. Y porqué era fría? Porque entre 1945 y 1950, el mundo descubrió con asombro el poder de las armas nucleares. Ambos decidieron con mucha lógica que no podría haber guerra directa entre ambos bandos ya que “la próxima guerra sería con palos y piedras”. Se hablaba de destrucción mutua asegurada. Entonces nacieron dos conceptos: “disuasión” (las armas nucleares son solo para disuadir al otro de nunca usarlas) y “Proxy war” (se apoya a un bando para que haga la guerra al bando que apoya el otro. Esta situación paradójica trajo cincuenta años de paz obligada a Europa. Era la regla de oro: no se amenaza directamente a alguien que tiene 6000 cabezas nucleares. Pero los seres humanos están condenados a la estupidez suicida. La historia lo confirma con creces. Cuando cayó el Muro de Berlín, la frontera del Imperio Ruso era Berlín; 30 años después, hoy día, es el Donbas en Ucrania, miles de kilómetros más cerca de Rusia. El problema es que Rusia pudo perder su estatus de superpotencia militar convencional, pero no ha perdido su estatus de superpotencia nuclear. Entonces, a quién se le olvidó la Regla de Oro de la Guerra Fría? Cuando en 2014, Barack Obama decidió apoyar un golpe de Estado en Kiev (el Maidan), creó una situación absolutamente innecesaria y de peligrosidad inaceptable. No era de sorprenderse, Obama ha tenido uno de los peores records de política internacional en la historia de EEUU, incluyendo sacar las tropas estadounidenses de Iraq que empezó el ISIS y aumentó la civil siria. Pocos presidentes de EEUU tienen a su cargo 300.000 muertos y cinco millones de refugiados. Y para terminar, a su vicepresidente le estalló en la cara la invasión rusa a Ucrania. No ha hecho un trabajo mejor que su antecesor. En vez de obligar a una paz inmediata, ha empujado a Ucrania a una guerra que se mantiene exclusivamente por la lluvia de armas que provee occidente. Lo peor de todo es que se ha llevado consigo a una Europa en recesión, con arsenales vacíos y con dependencia de la energía rusa. Si por algún motivo la lluvia de armas baja o cesa, habrán condenado a Ucrania a una espantosa derrota y una pérdida de una cuarta parte de su territorio. En el 2016, Donald Trump, un presidente empresario y lejano a las industrias militares y farmacéuticas que ejercen una gran influencia sobre el gobierno de Estados Unidos, intentó acercarse a Rusia, bajar la tensión con Ucrania mediante el cumplimiento de los acuerdos de Minsk, advertir a Alemania que no debía depender tanto de la energía rusa y aumentar el gasto europeo para su defensa propia. Este plan parecía perfecto: acercar a Rusia a los países democráticos, hacer que Ucrania cumpliera con los acuerdos que permitían dar autonomía a los territorios con mayoría de ciudadanos rusos, reducir la dependencia europea del gas y petróleo oriental y finalmente lograr que los países europeos no dependieran en forma tan disfuncional de la defensa y armas de Estados Unidos. Pero no funcionó. El señor Trump intentó enfrentarse a intereses tan poderosos que en cuatro años no podría superar. A esos intereses no le interesa la democracia en Ucrania ni en ninguna otra parte. Es un asunto de poder y poder de verdad, al que la mayoría de los gobiernos se somete dócilmente. Todo indica que Rusia, quien empezó su invasión como una “operación militar especial”, se va a dejar de títulos retóricos y va a lanzar su poderío convencional sobre la pobre Ucrania. Hay que tomar en cuenta que Rusia es el país que derrotó a Napoleón y a Hitler. Pero el problema más grave es qué si las cosas no le salen bien a Rusia, siempre le queda su arsenal nuclear. Y ahí, vamos a salir afectados en todo el planeta. Estos líderes políticos están jugando a un juego que puede poner en riesgo la existencia de la humanidad, algo que sus mucho más sabios predecesores entendieron perfectamente.
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