Columna Cantarrana

Ningún diputado es sagrado

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

La chota, de un modo o de otro,  modeló una cierta cultura cívica crítica en nuestro país.  Sucede que una sociedad democrática, por principio, es choteadora. Por eso, desde el álbum de Figueroa hasta los memes de Kevin Román, la chota costarricense ha sido, para efectos de nuestra democracia, mucho más relevante que los órganos electorales. Y por eso en el rechazo a la chota reside, no solo un rechazo puritano al goce, sino también una furiosa vocación autoritaria. 

César se convirtió en héroe de Roma y, sin embargo, durante su desfile triunfal tuvo que soportar la prodigalidad del choteo romano: los antiguos sabían que a los vencedores no solo se les debe ensalzar, sino que también es preciso protegerlos del demonio de la vanidad. 

Eso sucedía, por supuesto, en un mundo donde existían las epopeyas. Pero en un momento histórico como este donde, por el contrario, los medios hegemónicos y la intelligentsia celebran la vulnerabilidad,  la chota es un ejercicio que recibe todo tipo de sanciones.

Alguna vez leí que, durante una cena de gala en el Teatro Nacional, uno de los meseros se acercó al entonces presidente Figueres Ferrer y le dijo “¡Pepe! ¿Vas a querer más?”. Al lado de don Pepe se sentaba otro mandatario, el cual, lleno de estupor, inquirió a Figueres por la identidad de ese mesero que lo había tratado, aparentemente, de forma irrespetuosa. Don Pepe, según cuentan,  respondió algo tipo: “No me acuerdo cómo se llama, pero en la escuela le decíamos Chorcha”. 

La excepcionalidad costarricense, si tal cosa existe, justamente tiene que ver con eso. 

Y la vocación democrática costarricense, si tal cosa existe, también tiene que ver con eso. 

Es harto conocido que las perspectivas de la historiografía socialdemócrata resultan, por decir lo menos, insuficientes a la hora de analizar el pasado colonial e incipientemente republicano de nuestro país. Es decir, sí, había clases sociales. Y sí, había esclavos, explotados y élites en la colonia. Como decía Rodrigo Quesada, no es cierto que aquella era una Arcadia tropical. Y sin embargo, resulta impropio negar que, a diferencia de los países del vecindario, la inexistencia de una clase dominante furiosamente consolidada provocó que en Costa Rica se desarrollara una suerte democracia jeffersoniana de pequeños propietarios. 

Eso cuando hablamos de temas relativos (para usar categorías que los diputados del Frente Amplio, de fijo, no entienden) a la acumulación primitiva de capital y a las relaciones sociales de producción. 

A mí, con todo, me interesa mucho más cómo las dinámicas de socialización en aquella sociedad provocaron que al más pedestre de los ciudadanos lo asistiera la licencia de basurear impunemente a quienes lo mandaban. O, al menos, cómo en esa sociedad la gente nunca desarrolló miedo o temor respecto a un presidente o un diputado. O, mejor dicho, cómo en esa sociedad nunca, absolutamente nunca se consideró que un presidente o un diputado fueran, como dijo una señora del PUSC, “sagrados”. 

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