La universidad pública, no es un acto de generosidad, es una obligación

» Por Alonso Rodríguez Chaves - Coordinador de la Cátedra de Historia de la Escuela de Ciencias Sociales y Humanidades UNED

Una de las características más trascendentales y constantes de la historia de Costa Rica desde que logró la independencia de la corona española, ha sido el interés creciente por el acceso a la educación. En consiguiente, las diferentes autoridades nacionales habidas a lo largo de casi 200 años, han logrado comprender paulatinamente, que la educación además de traer progreso y avance, también significa uno de los valores fundamentales en que se ha basado el Estado democrático costarricense.

Este espíritu se plasma, en palabras de Juan Mora Fernández, quien apuntaba en otrora, que “la base de un gobierno libre es la instrucción”. Esas expresiones quiméricas y bulliciosas para la época, se inmortalizan y fortalecen, con la lucidez de ilustres próceres de la educación y la cultura costarricense; los cuales coinciden en procurar vencer los fantasmas del pesimismo y el escepticismo a través de la democratización del conocimiento.

Resultado de esa ingente preocupación, el Estado costarricense se obligó a garantizar el acceso a la educación como una loable función social prioritaria. Por ende, se perfiló en los proyectos políticos de los sucesivos gobernantes, la apertura de centros educativos a lo largo y ancho del territorio nacional; situación que permitió reducir el analfabetismo a niveles encomiables y brindar mayor igualdad de oportunidades a gran parte de la población costarricense.

Este conjunto de esfuerzos no bastó y conscientes de las serias incapacidades y barreras que seguía enfrentando el país para satisfacer demandas y nuevas oportunidades a gran parte de la población joven y autodidacta, que sin ningún acompañamiento pedagógico formal adquirían grandes saberes; devino la creación de la Universidad de Costa Rica en los años cuarenta.

Con igual afán, en la crispada década del 70, se fundaron otras universidades que lograron profundizar en soluciones educativas funcionales en regiones del país que aún continuaban excluidas de la formación universitaria. En tanto se estableció el Instituto Tecnológico de Costa Rica en 1971 y la Universidad Nacional 1973; las cuales brotaron con el fin de formar profesionales imprescindibles para robustecer el exitoso proyecto de desarrollo emprendido por Costa Rica.

Efecto del mismo proceso, se impulsó la creación de la Universidad Estatal a Distancia en 1977, la primera especializada en enseñanza a distancia en Latinoamérica que ofreció principalmente, a jóvenes de escasos recursos económicos y de comunidades retiradas del área metropolitana, la posibilidad de acceder a la educación superior con mayor flexibilidad y autonomía. En esa línea, se funda de manera reciente, la Universidad Técnica Nacional en el 2008, cuya prerrogativa histórica al igual que las anteriores ha venido a impactar a la sociedad costarricense de muchas formas.

En general, la institucionalidad universitaria ha contribuido a la democratización de la educación, al mejoramiento de la calidad de vida y al desarrollo social, económico, cultural, entre un sinfín de aportes más. Basta ir a cualquier lugar, para darse cuenta que en el imaginario costarricense, el quehacer de las universidades públicas posee una amplia proyección social, por su loable labor de facilitar la inclusión y la movilidad socio-económica ascendente de diferentes sectores de la población.

En especial, ha mostrado extraordinaria capacidad, para dar respuestas pertinentes y oportunas en áreas formativas acordes a las necesidades del país. Pues basados en esa lógica y en la formación integral de diferentes áreas del saber; se ha preocupado por la interacción dialéctica entre la persona y su realidad. Claro está, manteniendo cautela de no caer en modas centradas solo en el crecimiento económico y la desmesurada tendencia a la especialización; ya que en caso contrario en su carácter de universidad pública se estaría respondiendo al pragmatismo circunstancial del mercado y en detrimento de áreas indisolubles del saber, vinculadas al concepto de conocimiento universal.

A según Motaigne, la histórica misión de la universidad, …”no es crear cabezas bien llenas, sino bien hechas”; de ahí la idea de propiciar y contribuir con sigilo, la formación de profesionales aptos para interpretar la información adecuada; para reflexionar y reaccionar constructivamente ante los desafíos que exigen los nuevos tiempos.

En el balance de esta cultura institucional que ha distinguido a las universidades públicas, es insoslayable referirse a los múltiples proyectos e iniciativas de docencia,  extensión e investigación, donde se afianzan los principios sociales y humanísticos con resultados elocuentes. Por ende, no es casual, que el protagonismo y liderazgo ejercido en la puesta en marcha de programas en comunidades rurales y vulnerables del país, constituyan un alusivo de la gestión y producción de la Academia Pública a nivel nacional y regional.

En congruencia con esta línea de trabajo, las universidades públicas han venido dando avances trascendentales en la atención de la totalidad del universo estudiantil. Particularmente, han saldado la obligación ineludible con varios segmentos de la población con necesidades educativas especiales y vulnerabilidades derivadas de las condiciones y circunstancias que viven. Para eso se ha articulado esfuerzos, para adaptar a las posibilidades de los estudiantes, una formación superior exitosa. Este compendio de acciones y servicios se extiende gracias a un robusto sistema de becas, que por su parte habilitan la expansión del conocimiento, tomando en consideración necesidades, condiciones culturales y otras realidades que viven los estudiantes.

Así en los últimos años, las universidades se diluyen en las comunidades sin perder la esencia histórica de su institucionalidad, lo cual consolida y comprueba que sus aspiraciones y espíritu altruista es una verdad incuestionable. Así son miles de personas que se benefician de todos sus programas de extensión y cursos libres; iniciativas las cuales han perseguido que las personas sean capaces de desarrollar sus facultades e integrarse lo mejor posible, a la vida útil de sus comunidades.

Por consiguiente, el arqueo concienzudo del quehacer universitario en el marco convulso y sombrío que vive el país es válido; pero no puede ser asumido por detractores de la educación superior pública con desmesurada mezquindad e irrespeto. Así con argumentos y temores mal infundados; se estigmatiza a las   universidades públicas como chivos expiatorios. Para esos efectos, se omite la misión histórica y el profundo sentido social con que trabajan, mismo que los padres de la patria han ratificado con el máximo galardón que otorga el Estado costarricense de Institución Benemérita de la Educación y la Cultura

Hoy por hoy, son falsos los cuestionamientos de acérrimos enemigos de la educación superior pública, que apuntan a que las aspiraciones de las universidades son caducas y amortizadas, dejando en tela de duda, su calidad y efectividad. Por el contrario, más que nunca, mantienen vigente que su trabajo no es un acto de generosidad sino una obligación de continuar democratizando la educación superior y siendo un referente de oportunidades para toda aquella persona que la necesite. Para ello, se encuentran en un proceso sin precedentes, de revisión y mejora continua de su gestión, en el cual, han consolidado una cultura evaluativa institucional, con la que validan el quehacer y vigencia académica. Principalmente, están abocadas a examinar el desempeño de sus funciones y la pertinencia institucional en el contexto actual; lo que ha derivado ajustes en la entrega de la docencia, reorganización de funciones y quizás lo más importante, la diversificación del conocimiento en favor del estudiantado.

En general, los procesos de autoevaluación y acreditación acaecidos, dejan al descubierto que, para subsistir y competir con buen acierto, las Universidades tienen como nunca, su obligación y compromiso de corregir deficiencias acumuladas. De este modo, los caminos por recorrer y perfeccionar han constituido un desafío, principalmente, sincerarse para proyectarse y posicionarse contundentemente en el ámbito académico internacional.

Haciendo eco de lo anterior, sería nefasto socavar la situación financiera de las universidades públicas. Principalmente, la escasez o dislocación de los recursos podría convertirse en un vil obstáculo, el cual amenace la generación de estrategias y programaciones académicas que se quieran emprender. En consiguiente, se estarían a las puertas de la “chatarrización” de la promoción institucional universitaria, el desarrollo educativo, la calidad de atención de los estudiantes y la desprovisión de programas, becas, contrataciones, servicios estudiantiles, investigación y un compendio de acciones favorables, que durante décadas han hecho efectivo la democratización de la educación superior costarricense.  

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