La principal amenaza a la democracia no está sólo en los populistas sino en la actitud de los demócratas

Así es, la principal amenaza a la democracia no está en el populismo, lo cual no significa de ninguna forma que este, sea lo que sea en cada sociedad y época, no represente un peligro real. Sin embargo, el mayor riesgo está en la complicidad y en la pusilanimidad de los demócratas.

El populismo es un mal inherente a la democracia. Es completamente falso que se trate de un peligro moderno producto del tiempo en el que vivimos. Esta afirmación es un lugar común entre comentaristas que repiten con la mayor comodidad los argumentos de moda. De hecho, los efectos negativos de la masificación sobre la cultura democrática es una de las motivaciones de una obra de 1929 que todos deberíamos buscar y releer pensando en el presente. Me refiero a La Rebelión de las Masas de José Ortega y Gasset. Hoy, la tecnología de las redes sociales ha llevado la masificación a otros niveles con consecuencias que, sin embargo, responden a los mismos patrones del pasado.

Basta con conocer la historia americana y europea, para constatar aquello. El populismo siempre ha existido en la boca y en la conducta de una lista larga de demagogos. De hecho, lo que así llamamos es un riesgo para la democracia de la misma forma que la infección lo es para los pacientes y el personal de los hospitales y la corrupción en la función pública. En ambos, el esfuerzo por controlarlos y mantenerlos en mínimos debe ser diario.

Al mismo tiempo, eso que llaman populismo no es una ideología ni responde a un perfil de derecha o de izquierda bien definido. Populistas hay de todo tipo, lo cual debemos tener en consideración para no descartar como populistas a todos los que denuncian los vicios del Sistema y exigen y proponen reformas, a veces radicales. Lo determinante está principalmente en una actitud hacia las reglas de la democracia, el ordenamiento jurídica y la oposición, entendiendo por tal, no sólo la que es propiamente político partidista.

Mussolini y Hitler construyeron sus dictaduras en democracia. Sus gobiernos no fueron el producto de un éxito militar o de un golpe de Estado. Fujimori le produjo un daño a Perú cuyos efectos llegan hasta nuestros días. Hugo Chávez destruyó la democracia venezolana desde adentro, al igual que Daniel Ortega en Nicaragua, y no podemos olvidar a Juan Domingo Perón en el pasado y en América, o a Putin en Rusia y a Orbán en Hungría, entre otros ejemplos que a pesar de sus diferencias ilustran bien lo que digo. Sus experiencias se explican por un desafío a la democracia y a sus reglas pero también por la complicidad y la torpeza de sus respectivos opositores, y por la exaltación y superficialidad de los formadores de opinión y los medios de comunicación que supuestamente intentaban resistir. También se caracteriza por un alto índice de apoyo popular que sorprende, confunde y amedrenta pero jamás justifica la colaboración con estos personajes. Recordemos además que en cada uno de esos casos hubo una evidente debilidad institucional y una conflictividad anterior a su irrupción, pero también decisiones políticas que contribuyeron a desmantelar la democracia desde adentro, muchas veces con la complicidad de los que luego fueron sus víctimas. Nicaragua es un caso de manual.

El apoyo social que les acompaña no descarta el riesgo que representan, pero tampoco debería descartarse de manera arrogante como la consecuencia de la ignorancia popular, como de nuevo hacen muchos analistas que no logran llevar su argumentación más allá de lo predecible.

En este punto debemos recordar dos frases geniales atribuidas a Winston Churchill. Decía que el mejor argumento contra la democracia es una conversación de 5 minutos con un votante promedio. Y justamente aquí hay que recordar que la democracia no es únicamente un conjunto de procesos electorales sino también un método para tomar decisiones y resolver problemas públicos. Una naturaleza que nos lleva directamente a la otra frase del estadista británico que conjura la anterior. La democracia es el peor de los sistemas políticos, con la excepción de todos los demás.

Es decir, la democracia debe ser capaz de atender las necesidades de la gente y de facilitarles la solución de los problemas públicos que les aquejan, así como de mantener el orden, sin sacrificar los derechos y las libertades de las personas. Si la corrupción, el privilegio, la inseguridad, la burocracia y la tramitología o el cinismo y el ensimismamiento de la clase política lo impiden, y encima los principales medios de comunicación denuncian todo esto de una forma indiscriminada que no hace diferencias entre la institucionalidad y los males que la aquejan o entre la diferente conducta de las personas que participan en la política, aupando a quienes con el argumento de limpiar la casa buscan sustituir a aquellos en el ejercicio del Poder y en el aprovechamiento de sus ventajas, la erosión del Sistema está servida. Luego, culpar únicamente al producto, es decir al populista, es como responsabilizar a la enfermedad de los malos hábitos que la causaron.

Dicho todo lo anterior, Steven Levistsky y Daniel Ziblatt en su obra “Cómo mueren las democracias” afirman con acierto lo que digo desde el título de este comentario, es decir, que la principal amenaza que atenta contra la democracia no está en el populismo en sí mismo, sino en la calidad y oportunidad de la respuesta de las élites políticas, los partidos, las instituciones y los medios de comunicación ante las acciones de los demagogos.

Entre varios ejemplos que citan está el caso de Francia y los Le Pen, y cómo candidatos y partidos de izquierda y de derecha fueron capaces en varias elecciones de superar sus enormes diferencias para bloquear el ascenso de aquellos. Chirac y Macron fueron respaldados por sus adversarios para derrotar a Jean Marie y a Marine.

Sin éxito, hubo republicanos que apoyaron a Hillary Clinton con la misma esperanza. Y aún así, los casos de Trump en EEUU y de Bolsonaro en Brasil ofrecen pruebas de cómo esas democracias lograron resistir la embestida, no sin consecuencias.

Los citados, que tampoco son los únicos casos, son relevantes porque los líderes que acaban demoliendo las democracias, no siempre comienzan sus mandatos con ese propósito. Antes de llegar a ese punto sin retorno hay toda una serie de acciones y declaraciones, que deben ser resistidas desde su primera manifestación, pero la resistencia debe ser inteligente y debe ser responsable. Hacer tabla rasa entre los que abusan de la democracia y quienes tratan de hacer lo correcto en medio de sus males, como fue el caso de muchos periodistas, analistas y medios que hoy se quejan de Rodrigo Chaves, es también una de las causas de lo que estamos viviendo. Recordemos lo dicho en el cuarto párrafo de esta reflexión.

Estas consideraciones son indispensables para valorar la situación costarricense, dadas las acciones y el discurso del Presidente de la República y sus colaboradores. Unas que por diferentes razones, y no solo por su estilo confrontativo y su aparente desprecio por el ordenamiento jurídico, son reprochables, aunque generen apoyo entre la población.

Para comenzar lo primero que debemos tener claro es que esta realidad comenzó a crecer en nuestro medio mucho antes de que Rodrigo Chaves irrumpiera. Él es producto de un fenómeno que viene incubándose hace décadas. Uno donde la manipulación de la denuncia contra la corrupción fue el instrumento para sembrar la antipolítica y construir carreras que llegaron hasta la Asamblea Legislativa y la Presidencia de la República, con el Partido Acción Ciudadana azuzando la polarización y atacando con el apoyo de la misma prensa que hoy sufre a Rodrigo Chaves a personas honestas dedicadas a la política, que si bien pudieron haber cometido errores, no fueron los campeones de la corrupción que aquellos presentaron ante la opinión pública de forma escandalosa e indiscriminada. Así es, la misma prensa que hoy padece a Chaves contribuyó a crear las condiciones en las que prosperó el fenómeno. Se trata de medios, periodistas y analistas que hoy siguen tan desconectados y distantes de la real opinión pública, como los mismos partidos y políticos tradicionales que tanto atacaron en el pasado.

Justo aquí es importante entender que para la defensa de la democracia se necesita mucha autocrítica, y que no basta con la indignación y la reprobación, por más que la corrupción y el cinismo de unos contribuya a la tentación de desencadenar todo tipo de generalizaciones.

Finalmente y volviendo al presidente Chaves, al valorar la respuesta de la institucionalidad democrática en el sentido dicho párrafos atrás, es inevitable y necesario reconocer que el mandatario y su equipo se han estrellado en numerosas ocasiones contra el ordenamiento jurídico, y si bien a quienes le apoyan les encanta decir que aquello es el resultado de su enfrentamiento contra un sistema corrupto y bien amarrado, lo cierto es que hay varios casos donde lo que hemos visto es a las instituciones democráticas resistir acciones arbitrarias y autoritarias. Tal es el caso de los fallos judiciales en los casos de Parque Viva y de la periodista Vilma Ibarra.

Por otro lado, y siempre con la mira puesta en nuestro medio, los ejemplos de populismo en otros países, que cité antes, exhiben también la colaboración, no siempre consciente, de los opositores. No sólo se trata de lo que Levitsky y Ziblatt llaman alianzas fatídicas, impulsadas por el oportunismo de quienes se deslumbran con el apoyo popular que acompaña al respectivo personaje. Puede tratarse también de ocurrencias motivadas por preocupaciones inmediatas y casuísticas que acaban por debilitar la democracia. Ese habría sido el caso, aquí en Costa Rica, de aquél proyecto de ley que pretendía reducir el porcentaje con el que se puede ganar las elecciones presidenciales en primera ronda. Buscaba de forma equivocada un objetivo válido, como era reducir el costo del balotaje. La respuesta política fue determinante para que la iniciativa fuera retirada. La prensa la denunció, los formadores de opinión la rechazaron, y los partidos en la Asamblea Legislativa le negaron su apoyo. Este es junto con los fallos judiciales mencionados y a la par de otras acciones correctas y menos conocidas, un buen ejemplo de cómo la democracia costarricense ha respondido de manera oportuna y acertada a una serie de acciones que constituyen demostraciones de demagogia o populismo, para usar el término de moda, que de haber prosperado nos hubieran puesto en la ruta de países con los que aún guardamos enormes diferencias. Si la realidad costarricense no es comparable a la de Venezuela, a la de Nicaragua o a la de El Salvador no es por la falta de amenazas, sino precisamente por lo que acabo de describir, y por eso me parece reprochable que muchos comentaristas, analistas y políticos que dicen rechazar el supuesto populismo del Presidente Chávez enfatizan sus declaraciones y acciones por encima de las respuestas oportunas del Sistema. Y es que si estas no se divulgan y se explican bien, y no sólo de pasadita, no podemos esperar que la gente las entienda de la forma como nos gustaría.

El ejercicio de la democracia es extenuante para quienes tienen responsabilidades políticas y soportan el rechazo de una ciudadanía agobiada por la lentitud y muchas veces ineptitud de la administración pública al atender sus necesidades. Explicar la democracia, de manera complementaria a lo anterior, es aburrido y frustrante frente a las emociones que provoca el amarillismo y la chota de unos y otros.

Por todo esto, y por la falta de autocrítica y corrección de quienes denuncian al supuesto demagogo y sus exabruptos, es que comparto la idea de que la principal amenaza a la democracia no está solo en el populista, sino en la calidad y oportunidad de la respuesta de los demócratas.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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