Tradicionalmente, atribuimos la codiciada categoría de “persona culta” a las que, además de haber cursado una carrera superior, dedican la mayor parte de su tiempo a la lectura. O a quienes están al día de lo que ocurre entre nosotros y en el resto del mundo. O a las que se desenvuelven con cierta soltura en la historia, la ciencia, la filosofía, la economía o la literatura y las demás manifestaciones artísticas.
No es fácil, por tanto, ser una persona culta. Pero, ¿no hay otras acepciones para este término de cultura? Maslow, científico de la psicología y experto en la investigación de las conductas humanas, describió y catalogó hace ya varias décadas las necesidades de las personas y las clasificó en “básicas” y de “crecimiento”.
Dentro de las necesidades básicas (las que hemos de satisfacer para poder aspirar a un mínimo desarrollo como seres humanos y a un cierto equilibrio personal), situaba la de ser personas cultas. Pero no especificaba qué nivel de cultura es el que consideraba básico. En términos abstractos, puede decirse que el desarrollo cultural de las personas se concreta en la adaptación inteligente al medio en que viven, para poder así interpretarlo y transformarlo según sus necesidades y deseos. Pero es este es un proceso que no puede producirse individualmente: se requiere la comunicación entre los individuos y los grupos, que comparten saberes, actitudes, experiencia, emociones…; Para participar en este proceso, dinámico por naturaleza, cada persona ha de saber comunicarse, y poseer los códigos necesarios para interpretar el pensamiento, las vivencias y los “descubrimientos” de los demás.
Por eso, hemos de aprender y perfeccionar continuamente esos lenguajes, mediante la lectura, la conversación, la interpretación de las bellas artes, de las imágenes audiovisuales, del uso correcto de las redes sociales. El acceso a la cultura es un proceso personal, de transformación interior. Nuestra cultura individual inicial nos la proporciona la propia vida, las experiencias que hemos ido acumulando. Sin duda, hay mucho de cierto en el rotundo aserto popular de que “la mejor universidad es la propia vida”.
Pero sabemos que no es suficiente. Si bien la vida nos permite acumular experiencias y conocimientos insustituibles, nuestro objetivo de una existencia equilibrada y plena nos exige acercarnos a vidas ajenas y distintas a la nuestra, a otros contextos culturales, económicos y geográficos. Cuando extraemos lo positivo de nuestras vivencias, cuando nos interesamos por cómo disfrutan o padecen los demás, nos situamos ante el mundo de una forma más abierta y receptiva, que nos permitirá sacar más rendimiento a nuestra vida.
Y comprender mejor cuáles son las circunstancias que la condicionan. La cultura, en suma, no se limita exclusivamente al mundo de los conocimientos académicos, ni a lo que está escrito en los libros. Cultivar muchos de estos apartados nos hará, probablemente, personas más sanas, equilibradas y ricas en conocimientos, además de más libres e independientes. Nos permitirá, además, una percepción del mundo más rica y más personal.
Y nos convertirá en individuos más libres, menos manipulables y menos atados a prejuicios, tópicos o supersticiones. Todo ello, sin olvidar que nos abre un infinito abanico de posibilidades para cubrir a plena satisfacción nuestro tiempo libre. ¿Está de acuerdo conmigo? Espero que sí.
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