Columna Cantarrana

La fiesta (ajena) progresista neoliberal

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

Eso que entendimos, hasta hace unos años, como globalización y que, más o menos, coincidió con el el breve periodo del Consenso de Washington y los procesos de apertura comercial encontró su contenido moral en la agenda de derechos humanos y la política de las identidades. 

Estaban, en un nivel simbólico, íntimamente vinculados. 

De ahí que todas esas masas excluidas de los extraordinarios beneficios de este proceso, en buena medida, hayan terminado desarrollando una furiosa animadversión por las agendas políticas de determinados colectivos y, sobre todo, por los propios integrantes de tales colectivos. 

Dicho de otro modo: de ahí que los que no la pegaron, los que no lo lograron, se hayan vuelto tan visceralmente odiosos con todos los que sí la pegaron a punta de “defender” los derechos humanos y el globalismo. 

Está claro que la modernidad, aún una tan repola como la que nos toca vivir, no sale de la dicotomía civilización y barbarie. Pero resulta llamativo que, como resultado de esta dialéctica añosa, se haya consolidado algo tan abominable como el progresismo neoliberal. 

Alcanzó su punto culmen en la ingrata administración de Obama. 

Siempre creí que el mundo nunca sería mejor que cuando Estados Unidos era gobernado por veteranos de guerra y no por rémoras sofistas. Y justo por eso estoy seguro de que el mayor error histórico que he presenciado en 42 años de vida (luego de Guimaraes en el partido contra China del 2002) fue la elección de un tipo como Obama en vez alguien como el Capitán John Mccain. 

Recuerdo, perfectamente, esas elecciones.

Recuerdo que, incluso, Fidel Castro celebró los resultados. 

Una parte del mundo, acaso una combinación de lo más demagogo y lo más ingenuo, se mostraba exultante. 

Un poco como cuando Luis Guillermo ganó en el 2014 o como Carlos en el 2018. Porque lo que ocurre en Roma, tras unos 7 años, ocurre en el Hatillo de Roma. Y en una versión aún más ruin, por supuesto.  

Hay un cuento de Liliana Heker que se llama  La fiesta ajena. Trata de una niña pobre, Rosaura, cuya madre trabaja como sirvienta en una casa de familia bien. La hija de la patrona invita a Rosaura a su fiesta de cumpleaños. Pero la madre, la sirvienta, no quiere que vaya. 

–Yo voy a ir porque estoy invitada –dice la niña–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga.

Al final Rosaura asiste y se pasa toda la fiesta participando entusiastamente en todas las actividades. 

Ayuda a partir el queque. 

Recoge platos. 

Colabora en el espectáculo de magia. 

Al final, cuando se despide de la patrona y de Luciana, Rosaura está a la espera de que le entreguen el recuerdito, la bolsita de la fiesta. Pero la patrona le da dos billetes y le dice algo tipo: esto te lo ganaste en buena ley, gracias, querida. 

Algo así le ocurrió al mundo con los gobiernos progresistas: creíamos ser invitados fraternos a una fiesta, pero, en realidad, íbamos de sirvientes. 

¡Y todavía hay gente que se sorprende de que haya tanto rencor!

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