Cada vez son más frecuentes las noticias sobre trata y tráfico de personas en nuestro país y cada vez más, la información se pierde entre las noticias cotidianas más triviales de los medios de comunicación. Como en tantos otros temas, este problema comienza a verse como parte de la rutina.
Mujeres alquiladas como mercancía en un bar de la Zona Sur, niños abusados sexualmente, tráfico de órganos, importación de mujeres y legalizaciones mediante matrimonio con costarricenses, negocios hechos utilizando las redes sociales y un largo etcétera que ya ni siquiera pareciera conmover o alarmar a nadie.
Ciertamente el problema es de dimensiones globales. El comercio de seres humanos con propósitos de esclavitud ya sea esta laboral, sexual, de venta de órganos entre otros, mueve alrededor de treinta y dos mil millones de dólares al año y es junto a la droga y el tráfico de armas, una de las actividades ilegales más lucrativas. Pero más aún, de acuerdo con las cifras reportadas por Naciones Unidas, alrededor de 2.4 millones de personas están siendo explotadas actualmente, casi todas ellas mujeres y niñas.
No es la primera vez que me refiero a este tema y posiblemente tampoco será la última. A pocos días de conmemorar, el 2 de diciembre, el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud decretada por Naciones Unidas desde hace dos décadas, el fenómeno continua creciendo y las alarmas continúan prendidas.
Pero más allá del problema en sí, la degradación humana que se asocia a este fenómeno es quizá más cruel que la esclavitud que históricamente conocíamos. En el fenómeno de la trata el o la esclava son engañados, explotados, privados de su libertad, y de las condiciones de vida más elementales. Es la más grafica representación de lo que el filósofo Hobbs describía con la lapidaria frase de que “el hombre es el lobo del hombre” haciendo referencia a los horrores de los que es capaz la humanidad para consigo misma.
Cientos de personas son parte de este cruel negocio pero millones más, son las que por temor o indiferencia lo ven pasar sin participar en su solución, y ya sabemos que ni las leyes, ni los tratados ni la educación por si solas pueden acabar con esta desgracia. Es el conjunto de todas ellas, sumadas a la sanción moral y al compromiso de cada persona, de cada familia, de cada Estado con la decencia, lo que podría contribuir a la abolición de esta nueva forma de esclavitud.
Algunas veces me he referido a este tema instando a la aprobación de leyes que sobre la materia se discuten en la Asamblea Legislativa. Hoy, a tan solo seis meses de finalizar el periodo constitucional 2014-2018, hago un nuevo llamado para la aprobación de los instrumentos jurídicos que están en la corriente legislativa, convencida sin embargo de que la solución legal es solo una parte de la tarea, pues mientras la indiferencia o el temor continúen ganando la batalla poco habremos de avanzado como seres humanos y poco será lo que las futuras generaciones podrán describir como un mundo civilizado.
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