El reciente triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, impulsado en gran medida por el respaldo de las clases populares y trabajadoras, ha sacado a la luz una verdad incómoda que exige una profunda reflexión: el progresismo actual parece un reflejo distante del movimiento que alguna vez defendió con fuerza los intereses de las mayorías.
En los últimos años, los movimientos de izquierda en Occidente han experimentado una transformación que, lejos de reforzar su conexión con las grandes mayorías, los ha llevado a concentrarse en agendas que no necesariamente responden a las necesidades de quienes antes constituían la base de sus luchas.
Este distanciamiento tiene consecuencias graves para el propio progresismo, y sus efectos son visibles con el auge de movimientos de extrema derecha con amplio apoyo popular. Cuando las élites que dirigen estos movimientos progresistas miran con desdén a las clases trabajadoras, llegando incluso a calificarlas de “ignorantes” por no adherirse a ciertos discursos “inclusivos” o “verdes”, se está traicionando su esencia fundamental: la de representar y luchar por las mayorías. Tal como ha señalado el senador estadounidense Bernie Sanders, el alejamiento de la clase trabajadora del Partido Demócrata no es casualidad; más bien, es un reflejo de cómo ese partido, en su viraje ideológico, se ha apartado de las preocupaciones y necesidades reales de las clases trabajadoras.
En lugar de preguntarse si los trabajadores carecen de una educación de calidad debido a fallas estructurales, muchos movimientos progresistas prefieren juzgar a las clases populares por su falta de “conciencia y sensibilidad”, tachándolas de machistas y patriarcales, o por su supuesta “resistencia al cambio”. La realidad es que, si las clases trabajadoras carecen de una formación privilegiada, ello se debe en gran medida a que, bajo el amparo del propio progresismo y no solo de la derecha, se desmantelaron o debilitaron los sistemas de educación pública, que han sido pilares fundamentales para la educación y las posibilidades de ascenso social de estas clases.
Las élites que dominan desde dentro de los partidos progresistas, en las últimas décadas han priorizado sus propios intereses y han olvidado por completo fortalecer sectores como la seguridad, la salud y la educación pública, los cuales deberían ser instrumentos clave para una sociedad más segura, igualitaria e inclusiva. En el contexto del modelo neoliberal actual, el progresismo se ha ido desfigurando, pasando de representar la justicia social, los derechos laborales, y la lucha contra la pobreza, a convertirse en un movimiento enfocado casi exclusivamente en apoyar a ciertas minorías económicas y culturales.
Aunque la defensa de los derechos de las minorías es justa y necesaria en toda democracia, el problema surge cuando ello se convierte en el único centro de atención, eclipsando las demandas históricas de las mayorías trabajadoras. Al concentrarse en agendas minoritarias sin considerar las necesidades estructurales de las clases populares, el progresismo moderno parece haberse transformado en una versión “cool” de ese neoliberalismo que, al igual que otros movimientos, está al servicio de unos pocos privilegiados.
Es importante recordar que el progresismo surgió para garantizar el derecho a un empleo digno, justicia social, y acceso a servicios básicos como salud, educación, y vivienda. Estas fueron las razones de ser del verdadero progresismo, que aspiraba a una sociedad donde las grandes mayorías tuvieran una vida digna y no solo una minoría selecta. La gran reforma social de los años 40 en nuestro país así lo demuestra. La desconexión actual con estas demandas explica por qué muchos sectores populares se sienten traicionados por los partidos que, en teoría, debían representarlos.
La izquierda y los movimientos progresistas deben hacer una profunda autorreflexión y preguntarse por qué hoy ya no son una alternativa al statu quo para el pueblo. No se trata de rechazar los derechos de las minorías, sino de equilibrar y replantear sus agendas para que respondan a las necesidades de las grandes mayorías. La clase trabajadora, las clases populares, siguen siendo el grueso de la sociedad, y son ellas quienes sufren las desigualdades económicas, la precariedad laboral y la falta de oportunidades.
Si el progresismo aspira a recuperar su legitimidad y su fuerza transformadora, debe reenfocar su atención en estas necesidades estructurales y alejarse de ideologías que responden a élites culturales y económicas que nada tienen que ver con las creencias y las tradiciones de nuestros pueblos.
El futuro del progresismo dependerá de su capacidad de reconectarse con el pueblo y su tradición, no solo priorizar agendas lejanas a las demandas de las mayorías, y de volver a abrazar los principios de justicia social y dignidad que alguna vez representó, haciéndolo un faro de esperanza y libertad para muchos países. Mientras tanto, serán movimientos como el de Trump los que continúen aglutinando y defendiendo a los grandes sectores olvidados y excluidos de nuestras sociedades, ocupando el espacio que el progresismo ha dejado vacío.