Un país, en efecto, constituye una ficción.
Su rasgos identitarios.
Sus símbolos.
Es más, hasta el paisaje de un país, es decir, hasta su dimensión más concreta, a saber, su espacialidad, se articula mediante dispositivos narrativos. Pedro Arnáez, allá en Sonsonate, siente cabanga de la patria. Siente cabanga y se descubre agobiado ante una geografía, según él, estrecha, opresiva. Contempla las constelaciones e imagina que las estrellas son piedritas de una quebrada que le permiten llegar imaginariamente hasta Costa Rica. Pedro Arnáez, repito, siente cabanga ante la ruinosa geografía que él habita. Y se siente acabangado pese a que, en términos estrictamente físicos, Sonsonate de El Salvador no se diferencia muchísimo de Orotina o San Mateo.
Hace unos años Alex Jiménez publicó El imposible país de los filósofos, una formidable reflexión acerca de los núcleos discursivos, las ficciones de nuestra identidad nacional. Rasgos dudosos como el carácter pacífico y la vocación hospitalaria de los costarricenses. María Amoretti, Víctor Hugo Acuña y muchos otros investigadores e investigadoras talentosísimas, también, desnudaron en su momento los mecanismos ideológicos a partir de los cuales construimos esa idea de un país sin indios, sin negros, sin mestizos. O sea, la idea de que somos un país de “blancos”.
En el 2010 o 2011 participé en un interesante foro que organizó Pablo Rodas Martini, por entonces Economista en Jefe del BCIE. En ese foro se discutía acerca de la excepcionalidad costarricense y recuerdo que dentro de los panelistas figuraba la última titular de COMEX, doña Anabel González (digo que es la última porque después de ella, mal que nos pese, el despacho ministerial de Comercio Exterior ha sido ocupado estrictamente por advenedizos anecdóticos). En algún momento doña Anabel mencionó que la excepcionalidad costarricense se explicaba, en parte, por ese fervoroso anhelo de vinculación con los mercados internacionales. Habló, por supuesto, del café en el último tercio del siglo XIX y de cómo Costa Rica se había convertido, a partir de los años 90, en un país líder en la región y el mundo en temas de comercio exterior e inversión extranjera.
Doña Anabel, naturalmente, apelaba al relato identitario que justificó, con mayor o menor suerte, la profundización del modelo de apertura. Digo profundización del modelo de apertura pero, desde luego, podría decir, sencillamente, TLC.
Un militante del Frente Amplio o del PAC de aquellos años, a lo mejor, hubiera replicado a las consideraciones de la ministra González y hubiera argüido que no, que jamás, que la apertura comercial supuso la ruina de los agricultores y, mediante una reelaboración algo torpona de las tesis de Carlos Monge Alfaro, seguramente, hubiera aludido a la socialdemocracia rural costarricense y hubiera ponderado las maravillas de la Segunda República.
Es un hecho: llevamos más de un cuarto de siglo tratando de determinar si los del Olimpo en el siglo XIX tenían un falo más voluminoso que el de los glostoras en los años cuarenta. Y cabe decir que el progresismo pipi costarricense no solo no escapa a esa dicotomía, sino que perpetúa la imposición de ejes verticales, axiales, autoritarios, de construcción de rasgos identitarios.
Como los del Olimpo y como los glostoras, pero con dedicación exclusiva y anualidades.
Ahora… La pregunta es cuánta ficción resiste un país. O, como decía Ricardo Forster, ¿cuánta capacidad de negación y olvido puede habitar la trama profunda de una sociedad hasta fundirse con su representación “legítima” de la realidad?
Hoy, mientras terminaba de preparar una clase, volví a ver “Los presos” de Víctor Ramírez y “La cultura del guaro” de Carlos Freer. Imágenes de mocosos con la panza llena de parásitos, mocosos de la calle, mocosos abandonados. Imágenes de borrachos e indigentes postrados en las aceras. Imágenes de una ciudad espantosa, arruinada.
¿Es ese el Estado Social de Derecho que pretenden recuperar los progresistas? De ser así, casi podría asegurar que ya lo consiguieron, ya lo lograron.
A menudo tenemos la impresión de que la Costa Rica del pasado era, para usar una categoría del gran Rodrigo Quesada, una Arcadia tropical.
¡Y no!
¡Era horrible!
Los problemas del país no los provocó el PLUSC ni la apertura comercial. Es más, tampoco los provocó la manada de imbéciles pretenciosos que nos gobierna desde el 2014 (aunque, sin duda, los agravaron).
La tragedia somos nosotros. Y es casi seguro afirmar que lo único infinitamente superior de ese pasado son las obras de Víctor Ramírez y Carlos Freer y el paisaje sin bromacil que extrañaba Pedro Arnánez.
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