Jóvenes mueren frente a nosotros

» Por Guillermo Yunge Bustamante - Abogado

Son casi las diez de la noche. Mi auto ya no puede seguir avanzando por los estrechos y empinados senderos que hacen de calles, en las colinas que rodean San Ramón. Llovió hasta un momento atrás, y la neblina hace que las luces allá abajo, se vean rodeadas de un halo amarillento.

No se ve a nadie, lo que es natural a esta hora en un barrio de gente trabajadora que inicia muy temprano su jornada. Debo encontrar unas señales para llegar a la dirección que me dieron y salgo del vehículo…

A pocos metros puedo ver a contra luz su figura, parado en el alto de una roca frente a la oscuridad del precipicio; completamente inmóvil y en silencio. No puedo ver su cara, ni darme cuenta de lo que está haciendo; parece que está sólo y concentrado de una manera inexplicable, en las lejanas luces del centro de la ciudad.

Seguramente al escuchar cerrarse la puerta del vehículo, da la vuelta y al percatarse de mi presencia me dice lentamente:

No se preocupe señor, puede dejar su auto. Yo se lo cuido.

Es un muchacho que apenas andará por los 20 años; muy delgado, más que eso: flaco, cadavérico. A pesar del frío, usa una pantaloneta de la que se asoman unas piernas que casi parecen hilos. Su palidez es espectral, tiene ojeras pronunciadas.

Olvidando adonde me dirigía, le saludo y pregunto cómo se llama y si vivía cerca de allí. Me contesta que se llama José y que vive con su madre a un par de calles.

De esta manera comenzó nuestra conversación con José.

Hijo de una madre soltera muy joven, él apenas terminó la escuela y no continuó estudiando porque no tenía claro para que le serviría y nadie se lo explicó.

Le pregunté si estaba fumando “crack” y desde hace cuánto tiempo. Su respuesta dejó claro por qué abandonó los estudios: como cinco años, me dijo.

Tú sabes que esa cochinada es la basura química que queda cuando hacen la coca y que te está destruyendo el cerebro y tu cuerpo.

La mirada semi perdida y su silencio fueron su respuesta y me recordaron lo esclavizante de la droga que doblega la voluntad de su víctima, cuando ésta trata de escapar del vicio.

He tratado de dejarla, señor. Pero ni tratando con la mota pude. Estoy jodido… y los Maes me la dan, si les consigo clientes.

Sintiéndome incómodo, le pregunto si ha tratado de conseguir ayuda.

¿Quién me puede ayudar? me dice. No ve que los vecinos apenas me saludan y los papás le dicen a los maes que no se metan conmigo. Amigos, amigos, solo los que traen el crack…

Pero le digo: las iglesias, el centro de salud, no sé, la municipalidad…

Nadie, todos me miran feo y quieren que me vaya. Me tienen miedo, otros me odian. La otra vez me agarraron varios y me dieron.

La verdad es que me sentí mal, muy mal. Sentí impotencia por no poder ayudar a José. Sentí rabia por la indiferencia de las burocracias públicas y religiosas.

El alarido silencioso de José pidiendo ayuda retumbó su eco en las quebradas de San Ramón y de nuestras ciudades y pueblos, tomados por el narcotráfico, gracias al silencio cómplice de la comunidad y a la creciente corrupción que corroe lentamente las entrañas de las instituciones.

Lo único que pude hacer por José esa noche, fue desearle suerte y darle un abrazo antes de verle regresar a mirar las luces a lo lejos en lo alto del precipicio.

Son miles y miles los jóvenes que como José, caminan en Costa Rica transformados en muertos en vida, gracias a las malditas drogas y a nuestra indiferencia.

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