Para el mes de mayo, según los datos oficiales del Ministerio de Hacienda, la deuda pública sobrepasó los 43,232 millones de dólares, tras una subida del 8,7% con respecto al PIB, desde el 2016 hasta la actualidad. Esta práctica de endeudamiento parece ser la naturaleza de las últimas administraciones, mas no lo ha sido el ajustar el desmesurado gasto en el sector público hasta un tamaño accesible para la capacidad financiera y tributaria de la sociedad civil costarricense.
El gasto público costarricense (10.9 billones de colones para este año) se compone del gasto de inversión, donde se encuentran, por ejemplo, las compras gubernamentales o las empresas públicas, el gasto de transferencia, que se destina al desarrollo social en forma de bonos a familias de escasos recursos y como amnistías a las pymes que refuerzan la actividad productiva del país, y finalmente el gasto corriente, que es el factor más dilatado del desembolso estatal, dentro del cual figuran los salarios de los funcionarios públicos y la compra de bienes y servicios. Este indicador económico, a pesar de que el Gobierno ha declarado que ha hecho lo posible por medio de actos administrativos para reducirlo, aunado a la, ya por todos conocida, regla fiscal, articulada en la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, no son medidas suficientes para subsanar esta discordancia entre ingreso y gasto que maneja el Estado.
Sabemos que, ineludiblemente, cambiar esta situación es voluntad política y si por la víspera se saca el día, no se podrá cambiar al menos en estos 3 años que le restan a los poderes Ejecutivo y Legislativo, porque integralmente a ningún ente estatal parece importarle demasiado este problema. Al margen de esta problemática, existen, a mi criterio, 3 soluciones que se pueden realizar para cambiar el curso expansivo del gasto público del país, las cuales no son nada nuevo y que son aplicadas, en mayor o menor medida, por países con un crecimiento y desarrollo económicos significativos, como lo son Singapur, Inglaterra o Nueva Zelanda:
-Apertura al libre comercio: La protección a la producción nacional, lejos de ser un beneficio para el sector productivo del país, ha sido poco útil en la mejora de la calidad de vida de las personas y este problema es resultado de su misma naturaleza, puesto que es una política pública que se enfoca en el productor y no en el consumidor. Además, desde el siglo XIX conocemos por las teorías económicas de David Ricardo que es mucho más productivo que los países se especialicen en producir los bienes y servicios en los que tienen una mayor facilidad de producción para lograr la mejor calidad o precio dentro de los mercados.
Si sabemos que esto es sólo teoría, ¿porqué no llevarlo a la práctica en nuestro país? En Costa Rica, el impuesto que más le genera ingresos al sector público es el impuesto sobre la renta, que se obtiene de las utilidades empresariales. Esto nos lleva a concluir que si el Estado quiere percibir más ingresos sin comprometer la integridad crediticia del país debe impulsar la generación de capital empresarial, y esto no es posible si ingenuamente se quiere mantener el producto nacional por sobre el internacional, siendo que este último genera alrededor del 5% del PIB. Por tanto, es imperativo reducir esa férrea inclinación hacia lo nacional y permitir que los consumidores elijan los productos que mejor les convengan, además de que esta medida reduciría los precios ya que la competitividad entre las empresas nacionales y las generadas por la IED (Inversión Extranjera Directa) aumenta la calidad y disminuye el precio de los bienes y servicios similares.
-Reducción del empleo público: Esta medida puede desatar debates por las posiciones políticas, los derechos laborales, la aparente importancia del exceso de empleados públicos para incentivar el consumo, etc. Pero lo cierto es que se debe pensar en una opción que no destruya la vida financiera de los empleados públicos, pero que reduzca el coste que pagamos por estos salarios, el cual se mantiene entre los 2.5 y 3 billones de colones.
Debemos entender que la función pública no tiene como propósito ser una agencia de empleo, sino hacer una efectiva administración de los distintos aspectos de la sociedad civil, ejecutando acciones administrativas que mejoren la calidad de vida de las personas, pero esto no se cumple a cabalidad si se mantienen estas cifras de empleo público. Al margen de esto, y como se expresa arriba, no se pueden simplemente despedir sin más, primero puesto que existen trabas de rango constitucional que lo prohíben, y segundo porque elevaría los índices de pobreza a niveles estratosféricos. A los empleados públicos cuyos puestos se irían a cerrar, se les debe dar la debida liquidación y además, los que no posean habilidades técnico-académicas competitivas deben ser capacitados para ser insertados en el sector privado, lo que complementa de manera excelente la primer medida.
–Reformar el sindicalismo costarricense: No lo digo sólo porque el cabecilla de esta cúpula sindical lleve más tiempo en el puesto que los años de vida que tenemos algunos adultos, porque sería como decapitar la hidra de Lerna, sino que debe reformarse la esencia sindicalista, donde no los líderes gremiales no luchen por sus propios intereses, ya que terminan arrastrando al menoscabo tanto a sus simpatizantes como las finanzas tanto del sector público como del privado.
Se deben crear leyes laborales que no tengan como consecuencia el desempleo, ya que dentro del código de trabajo se encuentran articuladas disposiciones legales en cuanto a convenciones colectivas y de asociaciones gremiales que son cuando menos lastres para el productor, que si fueran aún más exigentes sería más caro mantener un empleado que a un hijo, y que además dejan fuera del mercado de trabajo a muchos empleados, los cuales deben acudir al empleo informal, que resulta mucho más desfavorable para los trabajadores.
Como podemos apreciar, estas medidas no comprometen en lo más mínimo al sector social y benefactor ni su institucionalidad, puesto que la idea es aumentar la eficiencia tanto del sector público como de la industria privada, uno con el objetivo de ajustar gastos y proliferar la eficacia de la función pública, mientras que el otro en aras de estimular la producción y competencia para acrecentar la calidad de lo que consumimos y además ensanchar la renta empresarial y percibir más ingresos estatales para no acudir al endeudamiento.
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