Terminaron esta semana las convenciones internas de los partidos Republicano y Demócrata de los Estados Unidos. Con ello, se confirma lo que desde hace semanas se esperaba. Hillary Clinton y Donald Trump serán los candidatos de la contienda de noviembre próximo, las cuales sin duda alguna serán históricas.
Hillary Clinton con posibilidades reales de ser la primera mujer presidenta de los Estados Unidos, se presenta ante el electorado con una larga y fructífera carrera de servicio público, Primera Dama, Senadora y Secretaria de Estado cercana a los círculos políticos y financieros del país, carga consigo las ventajas de su probada experiencia, pero también las desventajas del desencanto y la desconfianza que caracteriza en nuestros días a la política tradicional.
Donald Trump es por su parte el adalid de la anti política, el enemigo declarado de la política tradicional, de la burocracia y de la globalización económica, que propone formulas simplistas y atractivas para el votante golpeado por el desempleo y la exclusión. Pero por si ello fuese poco, es el candidato que incita al electorado con una plataforma discursiva plagada de intolerancia y xenofobia.
Lo más dramático de todo el asunto es que a pesar de que sus primeras apariciones como precandidato republicano contenían ya la virulenta fobia en contra de los inmigrantes, su idea del muro en la frontera con México, su desprecio por las mujeres y su prepotencia, nadie tomó en serio al excéntrico multimillonario. Posteriormente, los debates republicanos lo elevaron a un lugar de privilegio entre otros diecisiete candidatos, que recibieron todo tipo de insultos y comentarios humillantes. Su asombrosa forma de referirse a sus colegas, burlándose de características físicas, usando diminutivos despectivos y haciendo alarde de su abierta vulgaridad hicieron de la precampaña republicana un reality show de esos que están de moda en la televisión norteamericana. Y la prensa, especialmente la televisión, cayó en la trampa o bien calculó sus ratings sin medir las consecuencias.
Hoy, Hillary Clinton no la tiene fácil. Tendrá que demostrar en estos tres meses su verdadero compromiso con la clase trabajadora que se vio afectada por los tratados comerciales que Trump ha prometido eliminar. Tendrá que demostrar su independencia de los poderosos grupos financieros, especialmente de Wall Street, enfrentándose a un Trump que alardea de haber hecho una precampaña con sus propios recursos y sin compromisos y tendrá que comprometerse con una reforma fiscal que revierta la acumulación y el poder económico de un pequeño porcentaje de la población. Clinton necesita revertir el gran porcentaje de 55% de norteamericanos que desconfían de ella, y de quienes adversan sus políticas en defensa de los derechos de las poblaciones LGBTI, o del aborto, necesita convencer a un electorado temeroso del terrorismo, de sus firmes intenciones de combatir al fatídico yihadismo islámico.
En todo ello, la figura de Bernie Sanders, su contendor durante la convención demócrata habrá de jugar un papel fundamental. El fenómeno Sanders marcara sin duda un antes y un después en los programas de gobierno de los demócratas, y bien hace Clinton en recoger el guante lanzado por el congresista de 78 años que logró conquistar a una juventud norteamericana idealista, convencida de que es posible financiar las campañas sin el aporte condicionado de las grandes corporaciones y que ve con esperanza su acceso a las universidades sin que ello signifique una deuda de por vida.
Las elecciones de noviembre como dije al inicio serán históricas. La política tradicional de la mano de los demócratas, tendrá la gran oportunidad de reformarse a sí misma, de humanizarse, de dejar atrás patrones guiados por el lucro y la desconfianza.
Al fin de cuentas, pareciera que la lucha entre la política tradicional y la anti política populista que también se esparce por Europa, podría ofrecer una lección al mundo entero.