Columna Cantarrana

El ruido y el cansancio

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

Me tocó crecer en un barrio por el que pasaban muchos, muchísimos carros. Y por si fuera poco, mi casa estaba empotrada casi donde hacen esquina la calle que va a Paraíso con la calle que va la Fábrica de Cemento. Es decir, no solo pasaban muchos carros, pasaban muchos furgones y muchas vagonetas. Llegaban los temporales y se venía un derrumbe en el Zurquí y eso significaba que, desde nuestra perspectiva barrial, el corazón del modelo exportador era un tráiler metiendo freno de motor justo frente a la casa de Mario López.

Lo mismo sucedía con las vagonetas de la Fábrica de Cemento: la privatización provocó que se tornaran más frecuentes, más apresuradas, más eficientes, más neoliberales. Es más, no era raro que transitaran de madrugada o muy tarde en la noche, porque el dinero nunca duerme aunque genere pesadillas.

Altares de Semana Santa. Así les decía mi tata. Altares de Semana Santa que lanzaban sus ofrendas de veneno por los escapes. Pasaban descopetados y entonces el freno de motor se clavaba como una penitencia en nuestra casa. Así, cada uno de esos altares de Semana Santa suscitaba maldiciones y puteadas de mi tata.

La transformación del paisaje sonoro de nuestras ciudades tiene un vínculo preciso, milimétrico, con el desarrollo del capitalismo. Las ciudades liberales del capitalismo agroexportador, por ejemplo, eran ciudades donde la gente silbaba y se reconocía por sus pasos descalzos. Las ciudades de la Segunda República, por su lado, eran ciudades de febriles parloteos donde los yigüirros empezaban a competir con buses esporádicos y transmisiones radiales. Las ciudades de la incipiente apertura comercial en la encrucijada de siglos, como ya dije, se poblaron de furgones y vagonetas y se hicieron particularmente bulliciosas. Y en las ciudades de esta suerte de posmundo actual, finalmente, las máquinas acabaron haciendo más ruido que las personas.

En Japón, ya se sabe, está nuestra idea del futuro. Lo que allí ocurre, terminará ocurriendo acá. Aunque sea en su versión pola. Recuerdo estar hace unos años en un hotel céntrico de Chiba, muy cerca de la estación de trenes, y recuerdo abrir la ventana para mostrarle a mi esposa que no sonaba nada. Ella, en videollamada, no podía creerlo. No había, claro está, ni madrazos ni motos de dos tiempos ni carros alterados. Pero tampoco había el sonido de voces dispersas.

En los trenes y en los buses de Tokio está prohibido hablar por celular. La gente va callada.

Perturbadoramente callada.

Funcionarios tristes salen de sus trabajos y se cuelgan de los asideros y las barras de sujeción. Uno, de repente, saca una birra y la bebe tristemente. la mayoría, sencillamente, se abandonan y se suspenden como la tripulación de Ulises 31.

El futuro, a lo mejor, es un lugar rigurosamente silencioso donde todo el mundo está cansado.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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