“Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la actual generación (…), apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo parecería ser la dominante”. Así iniciaba el autor español Ramón de Mesonero Romanos una mordaz sátira sobre la corriente ideológica en boga hace siglo y medio. Después de exhibir la extravagancia, el enfermizo sentimentalismo y los ridículos excesos de los autoproclamados “románticos”, se preguntaba con cierta malicia qué tenían que ver estos últimos con el Romanticismo.
Si Mesonero Romanos escribiera hoy, seguro la palabra del día sería “progresismo”. Buena parte de las fuerzas políticas de nuestro país insisten en aplicársela a sí mismos: la “Juventud Progresista” hoy dueña del PAC, el rutilante Frente Amplio, el novel Partido Liberal Progresista (PLP), el partido estudiantil que ha venido controlando la FEUCR (bajo el originalísimo nombre de “Progre”)… incluso los hay de plumaje liberacionista, al estilo de Leonardo Garnier y Kevin Casas. El fenómeno también ocurre fuera de nuestras fronteras: en España tanto el izquierdista Podemos como el liberal Ciudadanos y aún el tradicional PSOE se presentan como “progresistas”, y hasta la fracasada campaña de Hillary Clinton en los EEUU utilizó más ese apelativo que el nombre de su propio partido (Demócrata). También hay ejemplos en Colombia, Chile, México y demás, sin mencionar sus “paraísos terrenales”, el Uruguay de Mujica y el Canadá de Justin Trudeau. En fin, hoy es más fácil encontrar “progres” que encontrar trabajo.
El término se ha vuelto a poner en boga en días recientes, al aflorar de nuevo la vieja y nada disimulada ojeriza que le tienen los “progres” versión PAC a su propio diputado Welmer Ramos, el último sobreviviente del ala “fundadora”. La semana pasada le reiteraron la invitación a largarse, que llevan haciéndole desde que se atrevió al sacrilegio de no estar de acuerdo con los planteamientos específicos de esa tendencia (y que debemos presumir de acatamiento obligatorio, pues en algún momento le quisieron prohibir totalitariamente a Ramos incluso que siquiera expusiera los suyos).
¿Tendrán estos “progresistas” (o “progres”, para que se sientan más cool) la más remota idea de lo que realmente significa el “progresismo” como pensamiento sociopolítico, o se identifican con él simplemente por efecto de la moda imperante? ¿Es una corriente ideológica definida, o nada más una especie de término “sombrilla” que algunos eligen “porque les suena bonito” o porque no les gustan otros nombres más sinceros? Para saber la genuina respuesta, nada mejor que analizar los postulados del “progresismo” y confrontarlas con las actuaciones de la “progresía” local.
Un diccionario político muy básico nos definiría el progresismo como una doctrina que “propugna el avance político moderado hacia condiciones mejores en el gobierno y en la sociedad”. Revisando además los antecedentes históricos, encontramos que el progresismo comenzó a gestarse a fines del siglo 18, derivándose directamente del pensamiento republicano, y particularmente de dos de sus principios esenciales: la limitación del poder político, y la satisfacción del interés general de la ciudadanía. Los filósofos e intelectuales europeos comenzaron a plantear que los avances en la ciencia, la tecnología, el desarrollo económico y la organización social podían tener un papel esencial para mejorar las condiciones de vida de la Humanidad.
A pesar de su origen netamente republicano, estos planteamientos tuvieron impacto en algunos regímenes monárquicos: la Inglaterra de Disraeli, la Alemania de Bismarck, el Imperio Otomano en tiempos del movimiento “Joven Turquía”. Sin embargo, encontró su ambiente natural en los Estados Unidos, durante el largo predominio del Partido Republicano a finales del siglo 19 y principios del 20, alcanzando su pináculo durante la administración de Theodore Roosevelt (1901-1909). Los postulados esenciales del progresismo, desarrollados en este periodo, pueden resumirse en unos pocos puntos:
En lo social:
- Protección a la familia como base de la sociedad.
- Servicios de educación y salud con base a la realidad científica.
- Creación de tribunales específicos para delitos atribuidos a menores.
- Creación de áreas naturales protegidas.
- Combate al alcoholismo y otros vicios.
En lo político:
- Restablecimiento del civismo, la identidad nacional, la pureza y la ética.
- Ataque a la corrupción, el elitismo político y la creación de privilegios desde el poder.
- Ampliación de la base democrática del sistema republicano.
- Integración femenina en la vida política.
En lo económico:
- Fortalecimiento del capitalismo.
- Eliminación de monopolios privados.
- Impulso al emprendedurismo innovador y al avance tecnológico.
- Impulso a la filantropía, las medidas para la creación de empleos, la generación de riqueza, el desarrollo de los sectores rurales y el combate a la pobreza.
Al igual que en los Estados Unidos, el progresismo en Costa Rica estuvo muy ligado al movimiento que el historiador Eduardo Oconitrillo denomina “neorepublicano”, fundado a inicios del siglo 20. Se identificaron con esta corriente intelectual personalidades como Alfredo González Flores, Rogelio Fernández Güell, Carlos Gagini, José María Zeledón, y más tarde Jorge Volio, aunque sólo el primero de ellos alcanzó (casi accidentalmente) la Presidencia de la República. El derrocamiento de González Flores en 1917 y el asesinato de Fernández Güell en 1918—ambos cortesía de los dictadores Tinoco—truncaron la posibilidad de que esta tendencia política se consolidara y tuviese en nuestra nación el impacto que adquirió en otras latitudes.
Como se ha visto, es sencillo ubicar el vínculo entre el progresismo histórico y el pensamiento republicano, dentro y fuera del contexto costarricense. Lo que no aparece por ningún lado, en cambio, es su relación con la moda “progre” de nuestros días.
Por el contrario, para los nuevos y desubicados “románticos”, los postulados del genuino progresismo les son en su mayoría bastante indiferentes, y en algunos casos les resultan abominación y anatema. Es decir, nuestros autopercibidos “progres” domésticos son cualquier cosa menos “progresistas”.
Es fácil observar, por ejemplo, que por ningún motivo les interesaría “fortalecer el capitalismo”, y menos aún afianzar el civismo o la identidad nacional (que ni siquiera saben diferenciar de la “xenofobia”). Tampoco se ocuparán del desarrollo rural o de apoyar al sector agrícola, aunque sí de despreciar la cultura y las tradiciones de nuestros campesinos, y ocasionalmente amenazar a los líderes indígenas (aunque presuman de indigenismo ideológico sin haber salido nunca de la ciudad). ¿Y combatir el elitismo? Al contrario, ellos se consideran a sí mismos una élite intelectualmente superior, algo así como la aristocracia de Platón nacida para aglutinar a la vez la sabiduría y el gobierno.
En materia de corrupción, no se caracterizan por hacer denuncias serias, y es más probable que, si aparecen en el tema, sea en calidad de denunciados. ¿Y la protección de la familia? La sola mención del término hará aparecer, como por mágica evocación, la flor y la nata de la estrambótica jerga con la que esta peculiar casta intenta dárselas de muy intelectual: “patriarcado”, “fundamentalismo”, “heteronormatividad”, “discriminación”, “invisibilización”, “diversidad”, “empoderamiento” y la inevitable invitación a “deconstruir” nuestros “retrógrados” conceptos y “redefinir” el lenguaje (es decir, cambiar el significado de las palabras y trasladar toda discusión al área puramente semántica).
Su particular visión del mundo (no la llamemos “ideología” porque esa palabra los puede ofender) tiene poco que ver con la República, y más bien hereda del Romanticismo decimonónico la preeminencia del sentimentalismo: desechando la frialdad de los elementos objetivos y científicos (tan importantes para el progresismo histórico), el empeño de los “progres” es convertir sus emociones en políticas públicas, y llevarlas con ardiente pasión a sus más radicales consecuencias. Dondequiera que estos personajes adquieren algún grado de influencia política, incluso las bases científicas de la educación, la biología y la medicina terminan siendo suplantadas o amenazadas por el sentimentalismo “progre”, que intenta ajustarlas a sus objetivos políticos y sociales. Por supuesto, los adeptos del progresismo genuino se horrorizarían de sólo imaginar semejante disparate.
Y claro está, dado que su actitud es ante todo emocional, son incapaces de tomar parte en un debate político productivo. Para ellos sus percepciones son la única verdad, el prisma a través del cual debe analizarse la realidad; y quien no las comparta es automáticamente un enfermo mental (incluso tienen un largo catálogo de “fobias” inventadas especialmente para atribuirlas a sus oponentes, según el punto específico del desacuerdo). Con ellos sucede entonces lo de la “generación romántica” descrita por Mesonero Romanos: “todos los objetos le han parecido propios para ser mirados al través de aquel prisma seductor; y no contenta con subyugar a él la literatura y las bellas artes (…) ha adelantado su aplicación a los preceptos de la moral, a las verdades de la historia, a la severidad de las ciencias, no faltando quien pretende formular bajo esta nueva enseña todas las extravagancias morales y políticas, científicas y literarias”.
Naturalmente, nos dicen que su objetivo es lograr una sociedad “igualitaria”; pero ese supuesto igualitarismo no es el de tipo republicano, sino el descrito por el filósofo Leo Strauss al hablar de “nihilismo suave”: un igualitarismo sin objetivos y sin valores, basado en una emotiva “empatía” que rara vez se manifiesta fuera de las redes sociales.
Si nos sorprende que la caricatura del “romántico” de Mesonero Romanos se ajuste tan perfectamente al “progre” de nuestros días, sin duda nos asombrará aún más la puntería de la descripción hecha por otro español, José Ortega y Gasset, del “pseudointelectual”: un personaje presuntuoso, que se considera superior a los demás, pero que no es capaz de desarrollar concepto alguno de la tradición, la moral o el sentido de la vida, y por lo tanto se limita a exigir su parte del progreso (sus “derechos”) mientras ignora, rechaza o se burla de las tradiciones clásicas que han hecho posible ese progreso. ¿Nos suena conocido…?
Y si de antecedentes ideológicos se tratara, cualquier “progre” moderno se revolcaría de furia y horror ante la sola posibilidad de tener como referente político a Theodore Roosevelt—o en realidad a cualquier Presidente de los EEUU, aunque le sería más tolerable si al menos no fuera republicano—. Y ni hablar de Montesquieu, Rousseau, Tocqueville, Paine, Kant, Lincoln, Weber o Sun Yat Sen…
Probablemente negarán que su visión tenga vínculos con las ideologías de otras épocas, de tan novedosas y de avanzada que son… pero si repasamos sus postulados básicos, la proclama se cae sola. El desdén por la “familia tradicional” lo heredaron de Marx, lo mismo que el odio al cristianismo y a la religión en general. El mito del “patriarcado” lo inventó Engels. La idea de trasladar la lucha del plano económico al cultural, y de utilizar el poder del Estado para modificar los valores de la sociedad, es original de Gramsci. La noción de que el “género” es una “construcción social” desligada del sexo biológico, es de Simone de Beauvoir. La teoría de la “vanguardia intelectual” que guía al pueblo—aún contra su voluntad—, proviene de Lenin. La táctica de infiltrarse en partidos e instituciones y gestar en secreto los cambios deseados, la propuso la Sociedad Fabiana de Inglaterra. En resumen, podemos ver que los antecedentes de cada punto de la agenda “progre” nos llevan invariablemente al marxismo.
Condimentemos con una pizca del irredentismo indigenista (nada serio, apenas para la pose “interseccional”), una cuota de fundamentalismo ecológico según los ayatolas del Club de Roma, un odio profundo por el Estado de Israel, una fuerte dosis de emotividad adolescente y una viciosa afición por las redes sociales, y tendremos la perfecta receta del “romántico” del siglo 21, digna de las sátiras de Mesonero Romanos y de los apóstrofes de Ortega y Gasset.
Visto desde esta perspectiva, el “progresismo” de los “progres” pierde todo su glamour. No solo carece de la madurez intelectual del republicanismo y de la probada solidez de la democracia liberal, sino que desnaturaliza y contradice los postulados del auténtico progresismo histórico. Sin mencionar que, a falta de bases filosóficas concretas, es muy normal que rehúya toda posibilidad de debate público y se dedique apenas al mercadeo y a presentar su desfasado romanticismo como la incuestionable “ola del futuro”.
Sin duda, como país y como sociedad merecemos algo mejor.
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