En política, las palabras importan, y cuando se usan de forma confusa o contradictoria, las consecuencias no son solo semánticas: son estructurales. Ese es precisamente el caso del Partido Liberal Progresista (PLP), que nació cargando una contradicción ideológica que lo condenó desde el principio. Su nombre mismo es un oxímoron: “liberal” y “progresista” son conceptos que, desde la perspectiva del liberalismo clásico, no solo son distintos, sino incompatibles.
La semántica secuestrada
En Estados Unidos, desde mediados del siglo XX, el término “liberal” fue usurpado por sectores estatistas que promovían el intervencionismo económico, la redistribución forzada y un creciente aparato regulador. Como advirtió Murray Rothbard, esto obligó a los auténticos liberales a replegarse semánticamente bajo nuevas etiquetas como “libertarian” o “liberal clásico” para diferenciarse de estos nuevos “liberales” que, en realidad, defendían políticas contrarias a la libertad individual.
Algo similar ha ocurrido en Costa Rica: quienes fundaron el PLP no comprendieron, o no quisieron admitir, que juntar el término “liberal” con “progresista” es un intento artificial de fusionar dos corrientes filosóficas opuestas. El progresismo moderno es esencialmente constructivista, racionalista y estatista. El liberalismo clásico es escéptico del poder, defensor del orden espontáneo y promotor del gobierno limitado. No se pueden mezclar sin traicionar los fundamentos de ambos.
El progresismo como antítesis del liberalismo clásico
La confusión ideológica del PLP no es anecdótica; es estructural. El liberalismo clásico —con raíces en la tradición anglosajona y escocesa, con pensadores como Locke, Hume, Smith, más tarde Bastiat, y reforzado por la Escuela Austríaca y la Escuela de Salamanca— parte de un principio esencial: solo el individuo es sujeto de derechos fundamentales. El colectivismo, ya sea nacionalista, socialista o identitario, es ontológicamente insostenible. Los colectivos no existen como entidades con voluntad propia, y para satisfacer sus demandas es necesario recurrir a la coerción estatal, otorgando privilegios que inevitablemente se financian con los recursos de otros ciudadanos.
El progresismo, sin embargo, promueve “derechos colectivos”, “justicias sociales” y otras formas de redistribución forzada que rompen con el principio de igualdad ante la ley y lo sustituyen por la igualdad mediante la ley, es decir, mediante el uso del aparato estatal para rediseñar la sociedad según un ideal utópico. Esta lógica es ajena y antagónica al pensamiento liberal clásico.
El fracaso del PLP: incoherencia como estrategia
El PLP quiso ser muchas cosas a la vez. Quiso hablar de libre mercado, pero sin renunciar al fetiche redistributivo del Estado. Quiso defender la libertad individual, pero sin enfrentarse a los dogmas del progresismo cultural. Quiso parecer moderno, pero se olvidó de que no todo lo que se presenta como “progresista” funciona en la sociedad. Como advirtió Friedrich Hayek, la verdadera libertad necesita del anclaje en la tradición, en las instituciones naturales y en la evolución espontánea del orden social.
Al final, el PLP terminó siendo una organización ideológicamente híbrida, que no satisfizo ni a los liberales coherentes ni a los progresistas convencidos. Su intento de construir una síntesis entre libertad y redistribución lo convirtió en una oferta política hueca, más cercana a la socialdemocracia tecnocrática que al verdadero liberalismo clásico. Como era de esperarse, esa incoherencia se tradujo en pérdida de rumbo, falta de identidad y desconexión con los votantes.
Volver a la claridad: liberalismo sin apellidos
Costa Rica necesita urgentemente una opción política que defienda la libertad de forma clara, coherente y sin disfraces. Eso implica retomar el legado del liberalismo clásico, que no solo es económico, sino también moral, institucional y filosófico. Un liberalismo que comprenda que el Estado debe estar al servicio del ciudadano, no al revés. Que los derechos no se colectivizan, y que la igualdad verdadera solo puede existir ante la ley, no a través de ella.
El PLP nació muerto porque intentó crear una criatura política híbrida sin fundamentos. La lección es clara: no se puede construir una alternativa sólida cuando se parte de una contradicción ideológica como principio fundacional. La coherencia no es solo deseable en política: es indispensable para sobrevivir.