El desafuero imposible: cuando la Asamblea confunde la ley con la política

Costa Rica se enorgullece de su democracia. La invocamos a diario, la enseñamos en las aulas y la presumimos ante el mundo como una joya constitucional. Sin embargo, una democracia no se reafirma con discursos sino con respeto a las reglas que la sostienen. Hoy esas reglas están siendo torcidas a plena luz del día por quienes juraron defenderlas.

La Asamblea Legislativa ha decidido tramitar como desafuero penal lo que jurídicamente no pasa de ser una falta administrativo-electoral. Dicho sin rodeos: están intentando usar una llave constitucional para una puerta que no existe. El artículo 121 inciso 9 de la Constitución no admite malabares interpretativos. Es muy simple. Solo se levanta inmunidad presidencial cuando existe:

  1. una acusación formal del Ministerio Público,
  2. por delitos penales tipificados,
  3. conocida por la Corte Suprema de Justicia para su juzgamiento.

En este caso, nada de eso ocurre. No hay delito. No hay fiscalía. No hay procedimiento penal.

La llamada “beligerancia política” está definida expresamente como una falta administrativa-electoral. Y sus consecuencias jamás contemplan cárcel ni juicio penal. El propio Tribunal Supremo de Elecciones lo reconoce al regular cuidadosamente su trámite, su naturaleza y sus sanciones. Sin embargo, ese mismo Tribunal empujó el expediente al Congreso como si se tratara de crimen de Estado.

La razón no puede ser ingenuidad. Estamos frente a una distorsión consciente de la arquitectura constitucional. Y aquí aparece el verdadero peligro. Si se puede forzar un trámite penal sin delito penal, mañana bastará cualquier falta administrativa para quebrar una presidencia incómoda. La Constitución dejaría de ser un límite para convertirse en un pretexto.

La Asamblea, por su parte, ha decidido actuar como juez penal de lo que no es delito, adjudicándose competencias que no le pertenecen por mandato constitucional. Lo advertible no es solo la desviación jurídica, sino la liviandad con que un grupo coyuntural de diputados juega a la cirugía constitucional con serrucho de carpintero. Cuando la ley se convierte en arma política, lo que muere primero es el Estado de Derecho.

Y como si el problema sustantivo fuera poco, se añade ahora la grotesca sospecha de parcialidad. Denunciantes convertidos en votantes. Correligionarios de denunciantes integrando la comisión evaluadora. El elemental principio de imparcialidad luce estrangulado bajo la toga improvisada del oportunismo legislativo.

Costa Rica ha recurrido durante 76 años al mismo pacto fundacional: nadie está por encima de la Constitución. Ni el presidente, ni los magistrados, ni los diputados. La inmunidad presidencial existe para una sola cosa: evitar persecuciones penales infundadas. No para blindar abusos, pero tampoco para habilitar linchamientos institucionales.

Hoy no se discute si un presidente es querido u odiado. Eso lo dirá el soberano en las urnas. Lo que se discute es si la Constitución sobrevivirá intacta a la ansiedad política del momento. Si se consuma esta extralimitación, quedará un precedente que mañana podría devorar a cualquier gobierno, de cualquier signo.

Es tiempo de recordar que la democracia no es la tiranía de las mayorías. Es la sujeción de todos a un marco constitucional que nadie puede pisotear cuando le conviene.

Detener este despropósito no es un acto de simpatía gubernamental sino de responsabilidad patriótica. La Constitución no admite “interpretaciones creativas” para perseguir al adversario del día. Y la historia juzga sin piedad a quienes, pudiendo frenar el abuso, escogieron la comodidad del aplauso momentáneo.

La brújula constitucional está ahí, clarísima. Solo falta que las manos que hoy empuñan el poder decidan alinearse nuevamente con el Norte democrático que nos trajo hasta aquí.

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El autor es politólogo, académico universitario y exdirector de Desarrollo Estratégico Institucional de la Asamblea Legislativa de Costa Rica.

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