Lo conocí un día cualquiera, en una de esas aburridas reuniones colegiales donde se comparte con padres de familia el buen o mal desempeño de los estudiantes.
De pura casualidad, una hija de él era compañera de aula de mi hija y por sus constantes viajes al extranjero, tenía problemas de rendimiento en las materias. Esta jovencita, iba a Miami los fines de semana a comprar ropa en ‘Nordstrom’ para sus innumerables fiestas de quince años, como yo voy donde el chino a comprar arroz y frijoles. Su hermano menor y no mayor de 12 años, lo rodeaban sus compañeros como moscas ya que llegaba a la soda del colegio con la billetera a reventar; billetes de mil y cinco mil salían de su bolsa como postales de un álbum de fútbol y los regalos de Miami y las invitaciones a la soda, eran constantes.
Su aspecto era común, como el de cualquier mortal, la mayoría de veces un tanto sucio y desarreglado, reflejo del negocio de venta de trailers y carretas para el mismo fin. Acompañaba el negocio de camiones, la venta de barriles y tanques plásticos para el almacenamiento de agua.
Vivía en una urbanización de clase alta en lo que habían sido los cafetales heredianos de los terratenientes Tournón, quienes vendieron los cafetales y dieron paso a la construcción de mansiones tan parecidas o iguales a las de Tiburón en California.
Su perfil era bajo, no hacía alarde de ningún tipo y salía –eso sí- en un carro con vidrios oscuros último modelo, al que los vecinos decían que era el carro del diablo… y no andaban largo.
Y con el diablo en las calles, éstas se convirtieron en un campo de guerra entre bandas dedicadas al narcotráfico y lucha por territorios, y al otro lado, la policía brilla de impotencia ante los ‘perfiles bajos’ que abundan en nuestros vecindarios.
Prósperas cadenas de ferreterías, enormes supermercados, verdulerías, y vecinos que crecen como la espuma producto de haberse sacado la ‘lotería’, nacen como mala hierba a nuestro alrededor. Todos, negocios convertidos en mampara producto del lavado de dinero.
La pompa y el derroche abundante de dinero que mostraban los hijos del delincuente en el colegio, no eran de la venta de barriles plásticos ni de camiones, era del negocio ilícito de cocaína y que lavaba con un próspero negocio. El responsable, un hombre cualquiera que figuraba como muchos a nuestro alrededor igualitos al delincuente honrado.
Recuerdo hace algunos años en el afán de vivir la experiencia de ‘el sueño americano’, conocí a un mexicano trabajando en remodelaciones de casas viejas, este había cumplido una condena por narcotráfico y trasiego de armas, quien me contaba sus experiencias; unas sangrientas y otras dignas para un guión de serie de televisión. Este señor me decía: Mira Pedro, el negocio del narcotráfico es ‘perfecto’ y los que trabajan en él, son ‘honrados’… por que si tocas un dólar, te mueres.
Un día de tantos justo a las cinco de la mañana, una decena de carros de la policía, el OIJ, perros amaestrados y hombres con pasa-montañas irrumpieron en las dos mansiones del delincuente honrado y se llevaron todos los bienes que encontraron. Un testigo me relató que del cuarto de las empleadas domésticas, sacaron televisores pantallas planas de 65 pulgadas cada uno.
Y como lo que mal empieza, mal acaba, los días del delincuente honrado llegaron a su fin, al ser interceptado por unos sicarios quienes acabaron con la vida de aquel ‘empresario’ de bajo perfil, que de honrado no tenía nada y que en el fondo era un delincuente más de muchos que no parecen, pero que en el fondo lo son.