Baudrillard alguna vez mencionó que el hombre y la máquina, ya de por sí, están en interfaz. Y, según dijo, el hombre cada vez más constituye una extensión de la máquina. Desde luego, esta no pareciera ser una consideración descabellada cuando tomamos en cuenta que detrás de supercherías como Alexa o Siri, por citar solo dos casos, existen montones de trabajadores mal pagados que se pasan el día enmendando los errores de estos sistemas de automatización a los que, pomposamente, hemos denominado “inteligencia artificial”. Pero, también, pasa que existe toda una narrativa particularmente llamativa que busca instalar la idea de la máquina amiga, la máquina seductora.
Máquinas solidarias.
Máquinas amables.
Las que te dicen “Buenos días” con la misma aséptica cortesía de un ejecutivo que toma el ascensor en la mañana luego de entrenar en el gimnasio.
O las que producen un artículo de opinión anodino, sin altisonancias, sin estridencias, impecable e inútilmente prolijo desde el punto de vista argumentativo.
Algo así como lo que publicó Manuel Castells hace unos días: una prueba de que ChatGPT tornará obsolescentes todos esos compendios de obviedades que pululan tanto en Página 15 de La Nación, como en la mayoría de las secciones de Opinión de los grandes medios del mundo.
El Siglo XXI es el siglo de la tecnología como ideología. Y por supuesto hablo de la tecnología reducida a pantalla.
Hoy las máquinas de la era analógica del capitalismo nos resultan unánimemente atroces. Los altos hornos de la revolución industrial se nos presentan como la causa indiscutible del cambio climático. Y lo mismo sucede con los Chevrolet V8 y los tractores humeantes que arrasaron bosques y trazaron carreteras.
La pantalla, sin embargo, se nos antoja bondadosa.
Eficiente.
Amorosa.
Así, mientras devora teclados y carteles, mientras convierte el texto en imagen y le arrebata su milenario carácter venerable, sagrado, los humanos nos conectamos a ella desde una suerte de afectividad celebratoria.
Del Golem a Blade Runner, de los luditas a los anarquistas y los hippies misoneístas, los humanos, aún los modernos, habíamos acuñado una buena carga de sospecha respecto a las máquinas.
Pero la pantalla rompió con esa honrosa tradición.
Bergson mencionaba que en los insectos las herramientas forman parte de su cuerpo. En los humanos, con todo, sucede lo mismo. La generalidad, la falta de especialización de nuestras manos, de alguna manera, explica nuestra posibilidad de crear. Cuando un bebé contempla asombrado el movimiento de sus manos, en definitiva, está contemplando la historia de la humanidad.
Quizás llegará el día en que las máquinas, como un bebé, sentirán asombro de sí mismas.
Quizás llegará el día en que las máquinas, como en La ciudad y las estrellas, realicen todas las labores y los humanos vaguen insanamente bajo una cúpula opaca, presos de aburrimiento y de confort..
Pero, por lo pronto, la aparente bondad de las pantallas y la aparente novedad de los procesos sofisticados de automatización no pasa de ser resultado de un oscuro juego de seducción entre poder e ideología.
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