Costa Rica fue, durante buena parte del siglo XX, un referente regional en materia educativa. La visión de una educación pública, gratuita, universal y de calidad se convirtió en uno de los pilares de nuestro desarrollo. Sin embargo, hoy, en pleno siglo XXI, esa promesa se resquebraja ante los ojos de una ciudadanía que observa con desconcierto cómo se acumulan los problemas estructurales sin respuestas a la altura del reto.
Tenemos un rezago evidente en infraestructura, tecnología, formación docente, capacidad de gestión, descentralización, innovación y hasta en algo tan básico como garantizar ambientes seguros y dignos para enseñar y aprender. La violencia en las aulas, el exceso de interinazgo en la planilla docente, la burocracia paralizante y la falta de un plan nacional de educación con visión país, son síntomas de una crisis más profunda: la falta de liderazgo.
Paradójicamente, el problema no parece ser, al menos en esencia, de presupuesto. Costa Rica invierte más del 6% de su PIB en educación, y la Constitución Política establece la meta del 8%. No obstante, los resultados no corresponden a ese esfuerzo financiero. Hay recursos, sí. Lo que falta es visión, estrategia y conducción. Falta, en suma, una nueva generación de liderazgos capaces de transformar el sistema desde la raíz.
Y es aquí donde conviene volver la mirada a don Rodrigo Facio Brenes. Hurgar en su pensamiento no es solo un ejercicio de memoria histórica, sino un acto de profunda vigencia nacional. Facio, rector de la Universidad de Costa Rica entre 1952 y 1961, comprendió que la educación no podía estar desconectada del destino del país. La concebía como un instrumento de emancipación individual y colectiva, y como un compromiso ético con las futuras generaciones.
Para don Rodrigo, la universidad —y por extensión todo el sistema educativo— debía estar al servicio del pueblo costarricense. “El hombre culto es el que está al servicio de su país y de sus ciudadanos”, decía. Desde esa visión humanista, Facio defendió una educación que no se limitara a formar profesionales, sino ciudadanos con sentido crítico, compromiso social y responsabilidad ética.
Advirtió, con claridad sorprendente, que sin autonomía financiera y sin un proyecto nacional, la educación caería presa de los vaivenes políticos y los intereses de corto plazo. ¿No es acaso eso lo que vivimos hoy? Un sistema que reacciona más que planea, que administra crisis más que construye futuro.
Facio también insistía en que ningún joven talentoso y esforzado debía quedar fuera del sistema educativo por falta de recursos. Su visión era profundamente inclusiva y democrática. Hoy, con tasas de abandono escolar alarmantes y brechas educativas crecientes, su mensaje retumba con fuerza renovada.
La educación costarricense necesita recuperar el rumbo. Pero no bastan reformas técnicas o ajustes presupuestarios. Se requiere un liderazgo ético, valiente y visionario. Un liderazgo que, como el de Facio, se atreva a soñar en grande, a pensar la educación como una herramienta de justicia social y a defenderla como el corazón del proyecto nacional.
La solución no vendrá de copiar modelos externos ni de aplicar parches. Vendrá de un ejercicio colectivo de reflexión, compromiso y acción. Y, sobre todo, vendrá si somos capaces de formar nuevas generaciones que comprendan que educar no es un privilegio burocrático, sino una responsabilidad sagrada.
Volver a don Rodrigo Facio no es nostalgia. Es urgencia. Es brújula. Es esperanza.