A Pabru Presbere y a Juan Vásquez de Coronado

En estas fechas es recurrente el reclamo contra España por la conquista y la colonización de este lado del Mundo. Las manifestaciones en contra de aquello, se repiten una tras otra, acompañadas de ataques a los monumentos a Colón. Estos desmanes son atizados, por ejemplo, por populistas como Andrés Manuel López Obrador, quien aprovechando el tema para hacer politiquería, exigía hace unos años, una disculpa de España por aquel proceso. Algo que, por cierto, hizo en su lengua natal, la cual evolucionó del idioma que hablaban los conquistadores.

Reclamos de esta naturaleza son producto de manipular la ignorancia, y esto lo digo sin el menor ánimo de minimizar la violencia de la conquista y la explotación de la Colonia. Ambas, realidades que no agotan la experiencia imperial de la que surgieron todos los países americanos, desde Canadá hasta Argentina y Chile.

Aquello es consecuencia, también, del oportunismo político, que trata de aprovechar la frustración de seres humanos que más de 200 años después de que España fuera expulsada de sus colonias, siguen sufriendo abuso.

Es decir, las injusticias que se reclaman son reales y tienen efectos de carne y hueso, pero quienes las denuncian denostando el significado del 12 de octubre y la memoria de Colón, de los Reyes Católicos y de todos los que con ellos tuvieron algo que ver con el proceso que desembocó en los nuevos estados que surgieron a finales del s. XVIII y principios del s. XIX, se equivocan integralmente.

Por un lado, Colón y los Reyes Católicos son antecedentes tan nuestros como lo son del moderno Reino de España, y lo mismo puede decirse de las experiencias de Brasil, Canadá y EEUU, aunque sus antecedentes sean otros en Inglaterra, Francia y Portugal.

Por el otro, negar el componente europeo de nuestro origen e identidad es negar nuestra propia existencia nacional y continental. Algo que se evidencia recurriendo a nuestros idiomas, nuestras culturas, nuestras leyes, en fin, a esa parte variable, según el país, de lo que nos define, y que llegó a bordo de La Pinta, La Niña y la Santa María.

Quienes ven en España la fuente de todos nuestros males, olvidan convenientemente que el moderno Reino de España es, como todos los países hispanoamericanos, una evolución de los antiguos reinos de Castilla y Aragón; pero también ignoran que la Constitución de Cádiz de 1812, reconoció a las administraciones del Imperio un status de igualdad distinto y superior al de simples colonias. De hecho, el costarricense Florencio del Castillo fue diputado ante las Cortes de Cádiz, las cuales incluso llegó a presidir. Esta Constitución, la de Cádiz, es la precursora de las constituciones hispanoamericanas y de sus avances en un campo que más de un siglo después identificaríamos como derechos humanos.

Como dicen muchos españoles en broma, pero difícilmente una broma puede ser más cierta, “si tienes algo que reclamar, repróchaselo a tus abuelos, que los míos nunca salieron de aquí”.

Ahora bien, nada de lo anterior alcanza para negar que desde Canadá hasta Argentina y Chile, nuestro origen y nuestra identidad, tienen también otros componentes con los cuales mantenemos una deuda. Las culturas precolombinas y los pueblos originarios, y me disculpo si esta no es la mejor forma de llamarlos, constituyen una parte esencial, no simplemente importante, de nuestro ser. Una que gana cada vez un mayor reconocimiento.

Los costarricenses no somos huetares o chorotegas, pero tampoco somos españoles, sino una síntesis, como sucede en todo el continente.

El indigenismo y el eurocentrismo que predominan en las discusiones sobre el significado del 12 de octubre, son enfoques que atentan contra el conocimiento y aprecio de nuestro origen, saboteando cualquier expresión sana de patriotismo, mientras contribuyen a fomentar divisiones autodestructivas.

Los argumentos que rechazan la celebración del 12 de octubre con base en la opresión contra las poblaciones originarias deben revisarse, y no para esconder esa dimensión de la historia, sino para entender que aún después de liberarnos de los imperios español y portugués, la represión y la violencia contra los indígenas por parte del resto de la población, ya no de españoles, portugueses, ingleses o franceses, no solo continuaron, sino que se agravaron y se transformaron, y en muchísimos casos llegan hasta nuestros días. En Costa Rica tenemos nuestra propia cuenta pendiente en asuntos como las disputas por tierras ubicadas en los territorios indígenas, lo cual nadie en su sano juicio podría atribuir a Felipe VI de España.

Al mismo tiempo, debemos tener claro que ninguno de los estados americanos, desde Canadá hasta Argentina y Chile, pasando por Costa Rica, existía antes de que la conquista y la colonización europea comenzaran con la llegada de Cristóbal Colón. El 12 de octubre de 1492 es la fecha de la concepción. Si antes habían llegado chinos, celtas o vikingos, es relevante para otros fines, pero no para entender el origen de América, cuya existencia sencillamente no se hubiera dado sin los hechos que comenzaron en aquella fecha.

Todos los países que hoy forman parte de la Organización de Estados Americanos, y obviamente la afirmación vale para Cuba aunque no la integre, son el producto de ese proceso de 300 años que fusionó las culturas y poblaciones precolombinas con las europeas, dando como resultado el nacimiento de una lista de nuevos estados que comenzaron a eclosionar en 1776 con “las 13 colonias”, siguió con Haití en 1804, pasó por Venezuela y nueva Granada en 1810, y llegó hasta la constitución canadiense de 1982 como Estado independiente, después de un larguísimo proceso que comenzó en 1867.

La independencia de Costa Rica, la formación de su Estado y la fundación de la República el 31 de agosto de 1848, es un proceso desarrollado en varios actos, que también arrancó aquel 12 de octubre; y que tras la independencia y a lo largo de 200 años se ha nutrido de las relaciones con otros países, y de la incorporación de numerosos inmigrantes asiáticos, africanos, europeos, libaneses y judíos que adoptaron Costa Rica, y a su vez fueron adoptados por ella.

Las vidas de Quince Duncan, Littleton Bolton Jones, Rigoberto Stewart, Eulalia Bernard, Colón Bermúdez, Sasha Campbell, Nery Brenes, Hanna Gabriels, Paulo César Wanchope, Sherman Güity o Yokasta Valle entre otros, ilustran lo dicho; al igual que las de Samuel Rovinski, Haydée de Lev, Jacobo Shifter o Rebeca Grynspan, que es precisamente lo mismo que nos cuentan las experiencias vitales de Richard Beck, Walter Kissling, Vito Sansonetti, Hilda Chen Apuy, Franklin Chang, Isidro Con Wong, Sylvia y Claudia Poll, Adrián Robert, Benjamín Mayorga, Keylor Navas, Marcelo Gaete, Sara Astica, Ana Poltronieri, Tatiana Lobo y más lejos en nuestro pasado, las de Clorito Picado, Rafael Francisco Osejo y Ascensión Esquivel. Todos los costarricenses, de una forma o de otra, podemos vernos reflejados en sus vidas. Somos una población y una cultura occidental y mestiza, organizada en una república construída por inmigrantes, a la que muchos de sus componentes vitales fueron incorporados a la fuerza y de forma violenta. Un aspecto sobre el cual es indispensable entender que el pasado no se puede juzgar con base en consideraciones del presente.

Una consecuencia de lo anterior, es que el 24 de agosto de 2015 el Presidente de la República firmó la reforma del artículo 1 de la Constitución Política, mediante la cual Costa Rica se reconoció a sí misma como una república multiétnica y pluricultural. La iniciativa fue presentada por la diputada Jocelyn Sawyers (PLN 98-2002) y promovida con entusiasmo por las congresistas Epsy Campbell (PAC), Maureen Clarke (PLN) y Sandra Piszk (PLN).

Así que no deberíamos darle mucha vuelta al asunto. Para Costa Rica, y para cualquier país iberoamericano, porque esto vale también para Portugal y España, países mestizos, el patriotismo o el nacionalismo, si se prefiere este término, o es abierto e inclusivo, o no es tal.

Ese es el significado que debemos rescatar del 12 de octubre de 1492.

Los costarricenses, colectivamente, somos al mismo tiempo descendientes de lo que significan Pabru Presbere y Juan Vásquez de Coronado. Ellos representan la historia y la cultura que sirvieron de base a la construcción de nuestra República. Así que despreciar el 12 de octubre o simplemente permitir que se olvide, es vivir acomplejados por el síndrome del usurpador que no somos.

Los protagonistas de nuestra nacionalidad y cultura representaron en vida, experiencias opuestas y en abierto conflicto entre sí. Pabru Presbere, por ejemplo, lideró la rebelión indígena de 1709 en la que murieron muchos colonos. A la luz de lo comentado en este artículo, debemos preguntarnos de quiénes descendemos, ¿de Presbere y de aquellos indígenas? ¿o de los colonos que firmaron las actas de independencia del 15 de septiembre y del 29 de octubre de 1821?

La única respuesta válida, no solo por razones morales sino también históricas, es contestar que de ambos, aunque con los primeros mantenemos, como dije, una gran deuda. Es un razonamiento que de nuevo, vale para cada Estado desde Canadá hasta Argentina y Chile.

Seguir poniendo atención a quienes rechazan nuestro pasado, con base en una manipulación indigenista, ni sirve para reconocer el aporte de las culturas precolombinas ni para superar las violencias que continúan padeciendo sus miembros, mientras al mismo tiempo nos lleva a despreciar el inmenso potencial económico, cultural y social del intercambio con España en particular y con Europa en general. Uno que se nota, por ejemplo, en el número creciente de jóvenes que estudian en universidades españolas, portuguesas y en general, europeas.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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