En Costa Rica, gran parte de los debates públicos se traban por un error básico: confundir lo liberal, lo conservador y lo religioso como si fueran lo mismo. Estas tres palabras tienen sentidos distintos, pero en el día a día se usan como etiquetas, muchas veces con el fin de descalificar al otro. Se le llama liberal a quien no lo es, conservador al que simplemente pide cautela, y religioso al que defiende tradiciones y esa confusión no solo empobrece el debate, también abre la puerta a malentendidos que terminan afectando las políticas públicas.
Ser liberal clásico no significa libertinaje ni estar “a favor de todo”. Es, en realidad, defender un principio muy concreto: cada persona pueda vivir libre de interferencias arbitrarias, siempre que no dañe a terceros. El liberal clásico cree en un Estado limitado, con leyes claras y generales, que proteja derechos básicos como la vida, la libertad y la propiedad. Esto es lo que se conoce como libertad negativa: que nadie —ni el Estado, ni otro ciudadano— pueda imponerse sobre su esfera de decisión sin causa justificada.
En la práctica costarricense, esto se traduce en exigir menos trabas, menos burocracia, menos impuestos que ahogan al trabajador y al emprendedor. El liberal clásico no legisla la moral, sino que defiende reglas claras e iguales para todos, porque su punto de partida es: dejar vivir en paz a los demás para poder vivir en paz uno mismo.
Aquí es donde surge la gran confusión, dado que en Costa Rica es común pensar que “conservador = religioso”, nada más alejado de la realidad. Un conservador clásico puede ser creyente o no. Lo que lo define no es su fe, sino su disposición política a cuidar lo que ha funcionado y a promover reformas profundas que devuelvan poder al ciudadano, sin improvisaciones ni parches cosméticos.
El conservador clásico valora instituciones probadas —la familia, las asociaciones comunales, las tradiciones jurídicas— y desconfía de los experimentos radicales que prometen soluciones mágicas. No se opone al progreso, pero insiste en que los cambios deben hacerse con evidencia y paso a paso, porque lo que se destruye de golpe cuesta mucho reconstruirlo.
Cuando en el debate público se le dice “santurrón” o “mojigato” a alguien por defender la familia o por pedir cautela ante reformas apresuradas, lo que se está haciendo es confundir planos distintos. El conservadurismo es una actitud política de prudencia, no una expresión de fe.
La religiosidad es otra cosa. Es la práctica de la fe, la vida espiritual y comunitaria de las personas. Tiene un lugar relevante en Costa Rica por historia y tradición, y la Constitución reconoce a la Iglesia Católica como religión oficial, pero también protege la libertad de culto y de conciencia: cada ciudadano puede creer o no creer, practicar una fe distinta o ninguna, y el Estado no puede perseguirlo ni discriminarlo por eso.
La fe puede acompañar a una persona conservadora, pero no la define. En una república libre, la religión se respeta como parte de la conciencia individual y de la vida comunitaria, pero las decisiones públicas deben justificarse con razones abiertas a todos, no con dogmas de un credo particular.
Nuestra Constitución es clara. El artículo 24 garantiza la intimidad y el secreto de las comunicaciones. El artículo 28 asegura que nadie puede ser perseguido por sus opiniones ni obligado a revelar su pensamiento. El artículo 29 protege la libre expresión sin censura previa. Y el artículo 75, aunque reconoce la religión oficial, también ampara el libre ejercicio de otros cultos. El mensaje que emerge de este marco no es de exclusión, sino de convivencia: cada uno vive su fe o su ausencia de fe, cada quien defiende su visión política, pero la ley es neutral y nos protege a todos por igual.
Otro concepto mal concebido que se repite constantemente es que el liberal “tiene que apoyar todo”, cuando en realidad lo que un liberal defiende es la libertad de cada uno hasta donde no se dañe a terceros. Otro mito es que el conservador siempre es religioso, cuando lo que lo caracteriza es su prudencia, no su fe. También se dice que Costa Rica no protege la vida privada, aunque el artículo 24 de la Constitución Política lo hace explícitamente y se acusa al liberalismo de “quitar valores”, cuando en realidad lo que busca es que nadie imponga los suyos por la fuerza.
Entender estas diferencias no es un lujo teórico, es una necesidad práctica. Si seguimos confundiendo etiquetas, el debate público seguirá enredado y las soluciones seguirán lejos. Pero si aclaramos que un liberal defiende reglas generales, que un conservador valora la prudencia, y que la religiosidad pertenece a la esfera íntima, entonces podremos convivir y discutir con respeto.
Al final, todos podemos ser creyentes o no, conservadores o reformistas, y aun así compartir la misma brújula: reglas claras para personas libres. Esa es la base mínima para que Costa Rica avance sin imposiciones disfrazadas ni confusiones interesadas.