Mas allá del alivio para la gran mayoría de los dueños de vehículos, hay tres aspectos políticos de la rebaja del marchamo que deberíamos valorar, pues dan una luz sobre el camino a seguir en ese campo tan manoseado como determinante, que es la reforma del Estado.
La rebaja del marchamo no fue una decisión populista. Así la calificaron en Zapote para tratar de impedirla. Sin embargo, el proceso de estudio legislativo reveló que no se produciría el supuesto hueco fiscal que desde el principio alegaron el señor Presidente y su Ministro de Hacienda. Algo que no se dará gracias al efecto de las reformas fiscales aprobadas por la Asamblea Legislativa durante la administración de Carlos Alvarado, y especialmente gracias a los esfuerzos de Rodolfo Piza desde el Ministerio de la Presidencia, y de Carlos Ricardo Benavides desde el Congreso, con un costo político enorme para ambos. Desde afuera de la Asamblea, aquellas reformas, que hoy permiten la rebaja del marchamo, fueron apoyadas por Eli Feinzaig, a pesar de que pudo haberse puesto de lado por mero cálculo electoral. Entre dichas reformas, se encuentra la famosa regla fiscal y la Ley de empleo público.
Al mismo tiempo, del proceso que produjo la rebaja del marchamo, debemos resaltar el estudio y la negociación que fundamentaron la cooperación entre fuerzas políticas adversarias que individualmente no tenían posibilidad de lograr su propósito. De hecho, el Poder Ejecutivo se opuso, sí, se opuso hasta que entendió que la iniciativa tenía un apoyo creciente, por lo que al final se sumó con algunas observaciones que fueron incorporadas al texto.
En beneficio de la importancia de negociar entre diferentes, debemos entender que las razones de cada parte para sumarse al esfuerzo, son secundarias. Lo principal es que una Asamblea Legislativa donde ningún partido tiene mayoría, y donde el oficialismo es minoritario se puso de acuerdo con un propósito, y no lo hizo de manera “chambona”, sino con base en mucho estudio, comunicación y claridad de objetivos en función de los cuales hubo capacidad para ceder dentro de un proceso permanente de negociación.
El Poder Ejecutivo y de primero el presidente de la República, debe entender que recibió un mandato condicionado de la ciudadanía, y por lo tanto, la capacidad de reformar nuestro Sistema demanda una apertura amplia basada en un objetivo claro que permita dialogar y negociar entre adversarios. Esto no equivale a invitar a los opositores a sumarse a un contrato de adhesión ni es un café entre amigos; y quejarse de no contar con apoyo legislativo es ” sentarse a llorar de frustración”.
Cuando Oscar Arias asumió su segundo mandato identificó el tratado comercial con EEUU y Centroamérica como una prioridad. Al comprender que no contaría con apoyo en la Asamblea Legislativa, lo sometió a un referéndum, porque la Constitución y la Ley no le prohibían hacerlo en esta materia. Fue una decisión arriesgadísima, pues pudo haber ganado el NO, condenando a la administración Arias a “flotar” hasta el final de su mandato. Después, una vez que ganó el SÍ, fue necesario aprobar 13 leyes de implementación indispensables para la efectividad del convenio, y para las cuales tampoco tenía mayoría el Poder Ejecutivo, que no por eso se sentó a “llorar de frustración”. Desplegó una intensa y bien pensada campaña de diálogo y negociación con sectores y partidos que le permitió vencer los obstáculos y conseguir la aprobación de aquellas 13 leyes dentro del plazo establecido. El insulto y las amenazas no formaron parte de la campaña dicha, porque no es muy inteligente hacer eso con aquellos de los que dependés para tomar decisiones.
Finalmente, debemos insistir en lo dicho, la rebaja del marchamo fue posible porque antes se dieron unas reformas legales que Rodrigo Chaves y Nogui Acosta aplicaron, obteniendo unos resultados financieros favorables para la decisión adoptada.
El potencial costarricense está atrapado por una gran camisa de fuerza sostenida por leyes que sólo puede modificar la Asamblea Legislativa. Esa camisa de fuerza no solo se traduce en una burocracia y en una tramitología sofocantes, sino también en un gasto público enorme e ineficiente que se financia mediante una telaraña de impuestos, administrados a su vez, por una burocracia costosa, dentro de un círculo vicioso que pesa sobre la producción y sobre nuestra capacidad de aprovechar las oportunidades.
Costa Rica debe revisar instituciones y programas, no sus objetivos en materia de desarrollo humano y crecimiento económico. Debe hacerlo con el fin de reorganizar el gasto y reducirlo, de tal manera que los impuestos que soportan los costarricenses puedan, en consecuencia, rebajarse y simplificarse al máximo posible. Esto, per se, no afectaría nuestras prioridades en campos como la salud, la educación, la energía, la conservación del ambiente, la infraestructura, el crecimiento y la diversificación de la economía, la incorporación tecnológica, la gobernabilidad, los derechos humanos, la solución alternativa de conflictos y demás prioridades, siempre que entendamos que la sociedad costarricense tiene actual y potencialmente los recursos para asumirlos con base en estrategias basadas en la complementariedad entre lo público y lo privado.
La realidad costarricense cuenta con las experiencias y los recursos para acometer una gran transformación de orientación liberal. Una como la que justifica nuestro nivel de desarrollo y nuestro potencial. Lo que nos hace falta es, como dicen en la calle, “creérnosla” y entender que sobre cómo lograrla dice más el proceso que permitió reducir el marchamo, que el triunfo electoral de Milei, cuya tarea apenas comienza en un contexto muy diferente al costarricense.