Lo enfermizo no está en la diversidad sexual, sino en la sociedad

» Por Erick Quesada Ramírez - Psicólogo

Marcha de la Diversidad Costa Rica 2017. Foto: Archivo/ El Mundo CR
Marcha de la Diversidad Costa Rica 2017. Foto: Luis Madrigal / El Mundo CR

Hace algunos años, tuve la oportunidad de tener a cargo la clínica psicológica del Centro de Investigación y Promoción para América Central en Derechos Humanos (CIPAC), dedicada a la promoción de los derechos humanos de personas gais, lesbianas, bisexuales, transgénero e intersexuales (LGBTI).  Aunque ya contaba con amistades muy preciadas pertenecientes a esta población, esta vez mi labor me llevaría a conocerles mucho más a fondo, pues nos encontraríamos en un espacio al que se llega a hablar, a exteriorizar vivencias y sentimientos que suelen mantenerse en la intimidad.

Con el transcurrir de las semanas y los meses, empecé a corroborar lo que había aprendido leyendo sobre el tema: no hay patología, anormalidad, aberración ni desviación moral alguna en estas personas en relación con su orientación sexual e identidad de género. Fueron cientos y cientos de horas de encuentros en los que pude constatar que las personas LGBTI son simple y llanamente seres humanos, personas dotadas de todas las facultades, capacidades y dones de índole emocional, social y espiritual.  No había nada que les hiciera esencialmente diferentes de las personas heterosexuales, pues las más básicas características propias de la condición humana estaban igualmente presentes: la capacidad de amar y el anhelo de ser amadas, de ser felices, de soñar con una vida plena, de realizarse, conformar una familia y de crecer espiritualmente.

Pero también corroboré lo que también sabía; el dañino y en ocasiones letal impacto de la discriminación y la violencia de las que estas personas son víctimas. Fueron múltiples historias de niñas y niños víctimas del rechazo de sus seres queridos más cercanos,  del maltrato cotidiano por parte de sus pares en escuelas y colegios. De adolescentes a quienes se les expulsó de su hogar, de lo que significa cargar con el estigma en el barrio, el trabajo y múltiples espacios de ser la persona “rara”. De la consecuente necesidad de mentir y esconderse con la finalidad de acallar los rumores sobre su sexualidad.

También, del pavor que sentían al asistir a misa o al culto y escuchar que eran despreciadas por Dios y que su destino era el infierno. Producto de lo anterior, muchas de estas personas tenían problemas de autoestima, no se sentían plenamente merecedoras de afecto ni sujetas de derechos, y habían interiorizado sentimientos de culpa y vergüenza. Investigaciones realizadas por CIPAC, demostraron que en esta población, en comparación a la heterosexual, se encuentra un mayor consumo de alcohol y drogas, conductas sexuales de riesgo, ideación e intentos de suicidio.  Sin embargo, también pude constatar que aquellas personas que contaban con apoyo de sus familias, o grupos de amistades cercanas, tenían más posibilidades de desarrollar habilidades para enfrentar y superar el nefasto impacto del desprecio y la violencia proveniente de la sociedad; porque es nuestra sociedad, repleta de estereotipos, miedos y odios, e incapaz de la más básica empatía para reconocer lo que nos hermana y nos identifica con todo ser humano, la que está tan enferma como para infringir tal grado de sufrimiento a las personas LGBTI.

Cuando observo lo que las iglesias Católica y Evangélicas fundamentalistas, así como recientemente un grupo de diputadas y diputados de la Asamblea Legislativa hacen para promover esta campaña de odio con base en una serie de mentiras e ideas distorsionadas que han denominado “ideología de género”, me surgen profundas dudas sobre cuáles son sus verdaderas intenciones e intereses.  De lo que no me cabe duda,  es de la capacidad suya y mía para superar todo condicionamiento social que nos inhiba del don de construir relaciones con todas las personas que nos rodean en términos de hermandad, igualdad y solidaridad.

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