La libertad de prensa es una de las piedras angulares de una sociedad democrática. Pero cuando se abusa de ese derecho para destruir el honor de una persona con afirmaciones sin sustento, se cruza una frontera peligrosa: se cae en la difamación. Eso es, precisamente, lo que ha hecho el periodista Camilo Rodríguez al lanzar graves acusaciones contra Laura Fernández, sin pruebas ni documentación que respalden sus dichos.
En Costa Rica, la difamación no es un mero desliz moral; es un delito tipificado en el artículo 145 del Código Penal. Este artículo establece que “se impondrá una multa a quien, fuera de los casos previstos como calumnia o injuria, comunicare a una o más personas la imputación de un hecho determinado, deshonroso o que pueda afectar la reputación de alguien”. La norma es clara: divulgar hechos que puedan dañar la honra de una persona, sin pruebas suficientes y con una narrativa malintencionada, constituye una falta grave contra el honor.
En este caso, Camilo Rodríguez afirmó que la casa donde vive Laura Fernández estaría vinculada con dinero proveniente del crimen organizado, sin mostrar documentos, registros notariales, testimonios ni trazabilidad financiera alguna. Más aún, el señalamiento se basa únicamente en conjeturas e insinuaciones, lo que revela no solo una falta de rigor periodístico, sino un claro ánimo de ofender y perjudicar políticamente.
La legislación también es contundente en su excepción: el autor de una difamación no será punible si demuestra que la imputación es verdadera y que no la hizo con intención de ofender. Pero aquí no hay verdad demostrada, ni tampoco buena fe. Hay una acusación grave lanzada justo cuando empiezan a definirse las fuerzas políticas rumbo al 2026. ¿Casualidad? Difícil creerlo.
Esta maniobra es sintomática de un vicio estructural en nuestra política: el uso del periodismo para erosionar la credibilidad de los adversarios, sin necesidad de debatir ideas ni contrastar proyectos. El objetivo no es descubrir la verdad, sino ensuciar el nombre. La pregunta es inevitable: ¿qué interés se oculta detrás de esta campaña de desprestigio? ¿A quién conviene frenar a una mujer que ha demostrado capacidad, independencia y liderazgo?
Difamar no es fiscalizar. Fiscalizar implica investigar con responsabilidad, contrastar fuentes, probar con hechos y dar derecho de respuesta. Difamar es lanzar lodo, esperar que algo se pegue y luego escudarse en la libertad de expresión. Esa práctica no solo es ruin, es ilegal. Y lo más grave: atenta contra el derecho fundamental de toda persona a defender su honra.
A quienes quieren justificar esta conducta como parte del “juego político”, hay que recordarles que en la política solo hay dos bandos: los que están del lado de la verdad, la integridad y el respeto, y los que se valen de la difamación, vaya Dios a saber con qué espurias intenciones.
La ciudadanía merece debates serios, no campañas sucias. Si lo que se busca es enfrentar ideas, que así sea. Pero si lo que se pretende es desacreditar a quienes representan una amenaza al viejo orden, disfrazando la calumnia de periodismo, entonces que se sepa: también en la democracia hay límites. Y el primero de ellos es el respeto al honor ajeno.