Soy parte de la generación de los llamados “baby boomers”, y como tal, he sido testigo y parte de una serie de cambios en el mundo, como probablemente ninguna otra generación en la historia. Nuestra generación presenció de niños y adolescentes, un largo periodo de estabilidad y prosperidad que le tocó vivir a nuestros padres, desde 1945 hasta tal vez el final de los años setenta del siglo pasado. Luego en la década de 1980, en Latinoamérica presenciamos como la crisis de la deuda externa barrió de un golpe fulminante con la estabilidad y prosperidad de los 30 o 35 años anteriores, por medio de violentas devaluaciones.
Durante la década de 1990, se hizo evidente la gran revolución digital que había iniciado en la década de 1980 con la introducción de la computadora personal, y que continuó con la difusión mundial de Internet y el teléfono inteligente Estos eventos han transformado la forma en que el mundo interactúa, prácticamente a todos los niveles. La transformación ha sido, y sigue siendo en el siglo 21, de tal magnitud que es casi un consenso generalizado que aún no hemos visto todo el impacto que las nuevas tecnologías como la inteligencia artificial tendrán en el mercado laboral y en la configuración que tendrá el mundo en el futuro no tan distante.
Luego el siglo 21, que empezó con el ataque del 11 de septiembre, continúo con la Gran Recesión del 2008-2009. Hoy estamos enfrentando la crisis del Covid-19, que está asolando las economías del mundo occidental y muy especialmente a aquellos países que han venido implementado políticas públicas desatinadas provocando grandes crisis económicas con cierres de empresas en casi todas las actividades, un alto desempleo y enormes déficits fiscales.
Tal parece que el mundo enfrenta una gran crisis cada más o menos 10 años, como si la gran revolución digital, que no cesa, no fuera suficiente. Es así como ya no es posible seguir aplicando políticas públicas inadecuadas y antojadizas motivadas por ideologías trasnochadas que solo benefician a ciertos sectores y no a la colectividad en general.
Los países deben aprender de las políticas públicas que han probado ser efectivas con el fin de implementarlas a la brevedad posible. Contrariamente, también deben aprender de aquellas políticas que han probado una y otra vez que no funcionan, librándose de ellas por medio de instituciones sólidas y sostenibles en el tiempo.
En este sentido, la reciente incorporación de Costa Rica a la OCDE, es un paso adelante en la aplicación de políticas públicas que son probadamente efectivas y despojadas de los dañinos contenidos ideológicos. Sin embargo, las mejores prácticas que la OCDE pone a disposición de sus miembros, no son de ninguna manera vinculantes y dependen, como siempre, de la voluntad política de los gobiernos de turno en los países miembros. Es así como, ya la OCDE ha recomendado a Costa Rica bajar las cargas sociales que pesan sobre las empresas restándole competitividad al país, contribuyendo al desempleo y a la creciente informalidad de nuestra fuerza laboral. En Costa Rica, la carga patronal sobre los salarios es 26.3%, versus 15% promedio de los miembros de la OCDE. Por ahora, no parece haber respuesta de los decisores de política pública de nuestro país, por lo que insto a los candidatos a la presidencia a discutir este tema tan importante, en la campaña política que se avecina. Como es normal, cuando se quieren llevar a cabo cambios trascendentales, el cómo es el verdadero obstáculo. Creo que un poco de reingeniería financiera dentro del Estado costarricense puede ser la respuesta a esta urgente acción de política pública.
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