Costa Rica es presentada en los foros internacionales como un ejemplo casi perfecto de estabilidad democrática en América Latina.
Entre rankings de transparencia, informes de gobernanza y discursos en cumbres globales, se repite el relato de una nación modelo, pacífica y con instituciones sólidas. Sin embargo, detrás de esa postal idílica se esconde un entramado político que ha logrado, con maestría, perpetuar su control sin importar qué gobierno ocupe la Casa Presidencial.
Es lo que la ciencia política identifica como “democracia cartelizada” (Katz y Mair, 1995), un sistema donde los partidos dominantes, lejos de competir a muerte, pactan para preservar sus privilegios, blindar su influencia y neutralizar cualquier amenaza real de cambio.
No es un autoritarismo abierto, sino una estructura oligopólica que limita la competencia efectiva y reduce el pluralismo a una mera ilusión electoral.
Desde mediados del siglo XX, el bipartidismo del PLN y el PUSC se consolidó no solo en las urnas, sino en las entrañas mismas del aparato estatal. La alternancia electoral no significó una renovación del poder, sino una cuidadosa rotación de fichas dentro del mismo tablero. Magistrados de la Corte Suprema, jerarcas del Tribunal Supremo de Elecciones, contralores, defensores, presidentes ejecutivos y directores de entes autónomos fueron designados bajo un patrón constante: capacidad técnica sí, pero subordinada a una lealtad política incuestionable. Con el tiempo, estos nombramientos estratégicos construyeron lo que Guillermo O’Donnell (1994) llamaría una forma de “democracia delegativa” en versión institucional, donde el poder real se concentra en una red invisible, capaz de frenar o condicionar cualquier intento de ruptura.
Incluso quienes llegaron a la presidencia con discursos de cambio, como Luis Guillermo Solís o Carlos Alvarado, terminaron adaptándose al ecosistema que decían combatir. No se trató necesariamente de claudicación ideológica, sino de una ley no escrita: en una democracia cartelizada, el que no pacta con el club queda políticamente aislado y condenado a la inoperancia. Levitsky y Way (2010) han descrito cómo, en contextos de “autoritarismo competitivo”, las instituciones se usan para simular pluralismo, mientras se preserva el control de fondo. Gobernar sin los hilos ocultos que mueven el aparato institucional es como intentar dirigir una orquesta con músicos que tocan para otro director.
En este contexto, la llegada de Rodrigo Chaves significó un desafío abierto a esa estructura enquistada. Su discurso frontal contra las élites políticas y su intención de sacudir el tablero despertaron una reacción inmediata. No fue la oposición parlamentaria la que desplegó la estrategia más efectiva para contenerlo, sino el uso sistemático de un mecanismo que, en América Latina, se ha perfeccionado en las últimas dos décadas: el “lawfare” (López y Zovatto, 2019). Bajo esta modalidad, la judicialización de la política se convierte en un arma de precisión para desacreditar, desgastar y neutralizar a los adversarios, no a través del debate democrático, sino mediante procesos judiciales, investigaciones mediáticas y resoluciones administrativas que, casualmente, se activan en momentos estratégicos.
En Costa Rica, el lawfare es posible porque los órganos encargados de impartir justicia y fiscalizar el poder fueron moldeados durante décadas para responder a intereses políticos antes que al interés nacional. La Fiscalía General, las salas judiciales, entes contralores y reguladores actúan como guardianes del statu quo. Desde ahí se lanzan ofensivas jurídicas que, revestidas de legalidad, buscan impedir reformas estructurales, frenar proyectos incómodos y desgastar al Ejecutivo hasta asfixiarlo. No es necesario ganar en las urnas lo que puede bloquearse desde un escritorio con sello oficial.
Así, la democracia costarricense vive una paradoja: mantiene elecciones libres, pero reduce al mínimo la capacidad real de cambio. El voto ciudadano decide quién ocupa la presidencia, pero no quién controla la maquinaria. El poder efectivo permanece en manos de una casta político-institucional que no necesita ganar elecciones para gobernar. El resultado es un sistema donde las reglas del juego están diseñadas para garantizar que, aunque cambien los jugadores, el marcador siga siempre a favor del mismo equipo. Este es el verdadero rostro de la democracia cartelizada: una estructura que, con apariencia de pluralismo y respeto a la institucionalidad, opera como un oligopolio político. La alternancia es real, pero el poder nunca cambia de manos. Y cuando alguien, como Chaves, intenta alterar ese equilibrio, el aparato responde con precisión quirúrgica, usando el lawfare como un misil teledirigido contra cualquier intento de transformación.
Quizás ha llegado el momento de dejar de idealizar la democracia costarricense como un ejemplo inmaculado y reconocer que vive bajo un “autoritarismo de baja intensidad” (O’Donnell, 1998), perfectamente camuflado bajo protocolos, discursos institucionalistas y ceremonias republicanas. La gran ironía es que este modelo se sostiene gracias a la complacencia internacional y al orgullo local de una institucionalidad que, lejos de ser neutral, ha sido cuidadosamente diseñada para que nada cambie en lo esencial. Pura vida, sí… pero cartelizada!.