Con la llegada de la independencia en 1821, los incipientes estados centroamericanos se empeñaron en desconectarse del poder colonial español. Por ende, diferentes fuerzas que configuraban el universo costarricense de aquel momento se vieron obligadas a resolver el dilema que trajo el nuevo juego político-social.
En general, tuvieron que hacer frente a una realidad plagada de retos que acaecieron en diferentes direcciones y velocidades. En particular en lo político, se dedicaron a reacomodar el poder y la ardua formación del Estado Nacional; mientras que, en el orden económico, asumieron la colosal tarea de insertar a Costa Rica al mercado mundial. No obstante, con el logro de este último cometido y la consolidación del capitalismo, devinieron cambios trascendentales en la estructura socio económica del país; los cuales empezaron a notarse con mayor intensidad, en el ocaso de la época decimonónica.
Sin bien, la inserción proveyó de un crecimiento económico considerable, también dejó al descubierto un desarrollo desigual e injusto, que produjo la fractura y diferenciación de la sociedad costarricense. Especialmente, esta situación operó en detrimento de la calidad de vida y laboral del campesinado y de otros sectores urbanos y semiurbanos, que en la práctica fueron arrojados al abismo de la pobreza y a condición de extrema vulnerabilidad.
Así las cosas, durante las primeras décadas del siglo XX, se profundizaron serie de contradicciones que se acumularon en el marco del Estado liberal y que este no pudo saldar con la población. En reacción a esta relativa desidia e innocuidad, se evidenció durante el periodo una creciente polarización de la población costarricense; que convirtió al país en tierra fértil para la gestación de fuerzas sociales y alianzas políticas orientadas a promover el cambio por la vía de la reforma y otras formas de lucha social.
Con ese espíritu, en las décadas del 30 y 40 del siglo recién pasado, Costa Rica vivió un importante proceso de reformismo el cual significó un parteaguas sin precedentes. Máxime, con la transformación institucional derivada a través de la articulación y convención de fuerzas político-sociales antagónicas, el país mostró, madura capacidad para dialogar, negociar y lograr ingentes acuerdos, en favor de los grupos históricamente desasistidos y excluidos de los proyectos cavilados y sembrados por los sectores hegemónicos.
Pese a la extraordinaria coyuntura donde convergieron y pactaron nuevas y viejas fuerzas con el propósito de dar cabida a la acción política común inspirada en principios propios del reformismo social, esto no impidió que la mentada polarización desencadenara en el año 1948, en el conflicto bélico más importante de la historia reciente de Costa Rica. Pues, considerada por algunos como revolución o Guerra Civil, cierto es que la situación condujo a acciones descomunales, en las que diversos partes de la sociedad se enfrentaron dentro de marco extrainstitucional y que fue consumado en el campo de batalla.
Superado el conflicto armado, se conformó una Junta de Gobierno presidida por José Figueres Ferrer, quien en gobierno de facto de 18 meses logró sorprender; ya que en su condición de victoriosos preocupó, que desestimaran los avances obtenidos durante la concertación reformista sucedida en años anteriores. Así por el contrario, robusteció el proceso iniciado con la ampliación de las funciones económicas y sociales del Estado e igual gestó una de las decisiones más inteligentes y visionarias que haya deparado y guardado la historia política de los tiempos postreros…la disolución definitiva del ejército nacional como institución costarricense.
El hecho histórico se concretó con el simbólico “mazazo” que proporcionó Figueres a las almenas de un torreón del Cuartel Bellavista el 1 de diciembre 1948. Del mismo modo, fue consagrada dicha proscripción a nivel constitucional en 1949, con lo que puso fin a una era castrense que dio paso a una sociedad civilista en el amplio sentido de la palabra.
Así las cosas, el civilismo se arraigó y convirtió en el elemento identitario del costarricense por antonomasia y también se erigió en el imaginario colectivo, la idea de crear y mantener una sociedad consecuente con la paz. En tanto, fue apreciada, asimilada y trasmitida a las generaciones venideras como una cultura determinada por un estilo de vida, que rechaza con contundencia la guerra y la violencia manifestada en todo tipo de expresiones y quehaceres cotidianos.
Por consiguiente, el colectivo costarricense demostró al mundo entero, que las fuerzas armadas no constituyen una prioridad o lógica para los pueblos y que la verdadera guerra no se libra con armas sino con la promoción de la tolerancia, respeto y la búsqueda incesante del desarrollo y bienestar social para todas las personas.
En general, la constante histórica de Costa Rica desde la disolución del ejército, se determina dentro de un sólido y exitoso modelo democrático, que es reconocido y ansiado por muchos países en el continente americano. Casualmente, a partir de la segunda mitad siglo XX, los regímenes políticos del país se preocuparon por fortalecer el desarrollo humano y no la capacidad militar. Centrados en la ruta de la prosperidad, invirtieron en educación, salud, así cambiaron los golpes de Estado y las entronizadas dictaduras por la participación de la ciudadanía.
En este caso, los diferentes gobiernos que se instauraron para conducir el Estado se caracterizaron pese a infinidad de críticas y vicisitudes, por el respeto a “la voluntad popular” y “las mayorías”, pero, sobre todo, el interés de alcanzar y sostener la democracia social, situación que facilitó con creces, los procesos de consolidación del Estado de Bienestar y Social de Derecho.
Sin duda, la abolición del ejército enlista innumerables beneficios a la sociedad costarricense, empero, en la conmemoración de los 70 años de esta proclama histórica, el país se encuentra de nueva cuenta, atestado de un mar de dilemas que urgen de decisiones pertinentes, oportunas y convenidas con responsabilidad. Por ende, está urgido de rescatar la capacidad histórica del colectivo costarricense de lograr consensos mediante la discusión sana y sincera; ya que solo de esta forma se pueden generar compromisos integrales y democráticos venidos de todos los sectores que conforman el combinado nacional, para solucionar el raudal de problemas que se ciernen en la sociedad. No es posible la soberbia, la intransigencia, la invisibilización de sectores que, aunque quizás, no tengan razón absoluta hay que escuchar e incluir para superar las debilidades y consolidar fortalezas.
Sin ánimos de agitar, aboguemos para que los 1 de diciembre no se conviertan en un día feriado y cursi como otros, por el contrario, que sea una fecha de reflexión y crítica razonada, para establecer estrategias que ayuden a ganar las nuevas batallas que acechan los acérrimos enemigos de la patria. En tanto, que prevalezca, la simbólica proeza de los gloriosos de los años 40, quienes asumieron un rol extraordinario como gestores de cambio, pero que nunca antepusieron la democracia social por la democracia económica.
No es una opción escuchar, es una obligación de todos, en caso contrario, sería como un peregrinar sin santo sino como volar con piloto automático. No es justo que hayamos nadado tanto la sociedad costarricense para ver cómo nos hundimos en las trincheras de la indiferencia. Estamos en tiempos históricos que se requieren de grandes capacidades receptivas y en el que estamos llamados a realizar un gran diálogo nacional. Intentémoslo de nuevo… el diálogo nunca caduca ni se amortiza.
—
Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, fotocopia de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr.