Sentado en una parada de buses fui testigo de una acalorada discusión. Dos hombres de traje entero trataban de imponer sus criterios en ese añejo y desgastado debate sobre música moderna y clásica. Ahora, según la línea argumentativa, ambos entendía música moderna como todo aquello surgido a partir del siglo XX. Según uno de ellos, la música dejó de apelar a un público para convertirse en algo de interés solo para la gente del gremio. Esto porque, según aclaró, la complejidad de las teorías surgidas en el siglo XX como la música serial o la estocástica, entre algunos otros métodos compositivos, solo interesan a los músicos.
—La música de los clásicos, como Bach o Beethoven, no solo posee un mayor público, es vida, tiene espíritu. —Argumentó uno de ellos—. Las notas se amarran con gracia, invitan a tararear sus melodías y evocan emociones intensas en mi persona. Boulez, Xenakis y otros afines, personifican el caos.
—Vamos al principio de todo. —Respondió el otro—. ¿Qué diferencia a Bach y Beethoven de Boulez y Xenakis?
—¿Qué?—Contestó malhumorado su oponente.
—La nota es el átomo de la música, eso sí, contrario a la rigidez de la física, la manera en que se establecen relaciones verticales (armonía) y horizontales (contrapunto) entre notas, varía según las reglas de una teoría en particular. Utilizan la misma materia prima, solo que la acomodan distinto.
—¡Y vaya que el método de acomodación cambia las cosas!—Exclamó el detractor de lo moderno—. Ya que mencionas la rigidez me permito aclarar algo. La elaboración de la serie dodecafónica dicta la confección de la matriz. El resultado es mecanicista, predecible. Y si de utilizar números hablamos, Iannis Xenakis fue aún más allá con su obra Formalized Music donde implementó procedimientos estadísticos y otros conceptos matemáticos que dictan el desarrollo de la obra. Es peor. ¡Peor, he dicho!
—No estoy de acuerdo…
—No, claro.—Interrumpió el otro—. A vos te encanta escuchar el trin, chis, parafin, fonfin. Según esa postura, hasta el chischás de un duelo de espadachines se puede considerar música.
—¿Por qué no? Si uno graba el sonido y lo manipula utilizando ciertos criterios, puede llegar a ser música. Pierre Schaeffer lo hizo.
—¿Y eso es música? —Interrumpió de nuevo el conservador—. No seas tan… tan… tan grosero con mis oídos. Compositores como Bach y Beethoven tenían mayores libertades para construir melodías y acordes. Además, recuerda lo que dijo el profesor —procedo a citarlo—: «Los clásicos evocaban emociones, destilaban pasión, alegría y hasta melancolía a través de sus obras. Nos permitieron echar un vistazo a sus almas». Tus compositores favoritos suenan todos igual.
—Un estilo puede cautivar por su interés melódico y rítmico y el otro puede agradar por los criterios de construcción. Y así, distintos oyentes tendrán criterios variados. A unos les gusta apreciar los edificios y a otros construirlos, es un asunto de gusto.
Finalizada esa última frase, ellos continuaron su debate y yo seguí mi camino. Sin lugar a dudas, la disputa resultó ser enriquecedora. Fue como presenciar el debate entre los sofistas y Sócrates. Los argumentos del equivalente a Eutidemo parecían muletillas aprendidas de un compositor que conocí hace unos años. ¡Cómo lo detesto! Su fanatismo lo llevaba a inducir sombras en las cabezas de sus estudiantes produciendo el mismo efecto mencionado por Platón en la alegoría de la caverna. Escuchan, memorizan y repiten cuanto ven, pero son incapaces de cuestionar, de buscar una salida a la ignorancia. ¿Por qué hay profesores así, ah?, ¿por qué?
Fue donde fui forzado a cuestionar los argumentos del primer expositor. Como buen sofista, incurre en varios errores de razonamiento. Primero, utilizar a la mayoría como argumento es caer en la falacia ad populum. Si de popularidad hablamos, Carmina Burana (la original) es menos conocida que las canciones de Bad Bunny, al menos en nuestro entorno. La calidad musical del menos conocido, claramente, supera en creces al segundo en cuanto al uso de la armonía, contrapunto y el resto de variables musicales. Luego, ¿utilizar las emociones como criterio? Eso, sin duda alguna, es un argumentum ad passiones. Nada le aporta al debate. Y si buscamos con lupa encontraremos otras falacias como el hombre de paja, reducción al absurdo y…
¿Cómo se le ocurre decir que no hay melodías memorables? Argumentar que la música moderna no produjo melodías épicas es una atrocidad. La sinfonía Turangalila de Messiaen se puede tararear y es muy envolvente. Concierto en memoria de un ángel, escrito por Berg, es de un gusto melódico exquisito, aunque danza muy cerca de lo tonal. Como una ola de fuerza y luz de Nono, bueno… ¡Sin palabras! Pero, ¡basta! Si continúo hablando de música europea tardaría un siglo enumerando obras con melodías llamativas.
Y sí, a pesar de existir un dominio de Europa, los norteamericanos también aportaron música muy interesante. Las obras para pianola de Nancarrow, imposibles de tararear en su mayoría, son una muestra de creatividad extraordinaria. John Cage y su música aleatoria, fue un respuesta al serialismo integral de los europeos. Sí, sí, ya sé que están pensando: «Has olvidado el Preludio a Colón de Carrillo y su teoría del sonido 13». No, no lo olvidé, pero…
Pero no podía desviarme del tema. Necesitaba poner punto final a la justa retórica. Para lograrlo, debí recurrir a la ontología, una subdisciplina de la metafísica que trata sobre el ser y no ser. Ahora, si algo es o no es, se requieren criterios de demarcación. En este caso, para esclarecer el debate asumí una postura funcional. A este punto necesitaba un juez. ¿Un juez, he dicho? No, necesitaba un verdugo. Por eso acudí al filósofo Ludwig Wittgenstein. En su libro Las investigaciones filosóficas, específicamente el parágrafo 43, el autor indica que “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”. Sí, esa frase sería el arma de ejecución.
Extrapolando esta idea a la disputa aquí mencionada, el valor de una obra musical es relativo a los criterios de interés del público meta. Sean pocos o muchos, eso no importa. Mientras exista una comunidad interesada en la música resultado del uso de un determinado método compositivo, sea que aprecian el producto final, los métodos para combinar sonidos o cualquier otro criterio, entonces su existencia se encuentra justificada.
Si bien, ciertas técnicas de composición producen melodías fragmentadas y disonantes con una armonía en exceso disonante, claro está, al compararse con los clásicos, el siglo XX fue de grandes cambios y técnicas repletas de una inventiva, color y exigencias técnicas al ejecutante que cambiaron el panorama de la música. Cada estilo merece reconocimiento y apreciación. ¿No les parece?