Hace unos años entrevisté a Paco Ignacio Taibo II en la radio y me dijo que los lugares comunes ocultan la verdad. Yo le creo, por supuesto. Pero también creo que a veces es muy necesario ocultar la verdad. O al menos “esa” forma de verdad. Dicho de otro modo: a veces es necesario recurrir a los lugares comunes porque, como los clichés en la poesía y la canción, son funcionales.
Una vez aclarado esto, sigo con un lugar común: no existe una combinación tan virtuosa como café y tamal en una tarde ventosa de diciembre. Quiero decir: en una tarde cartaga de diciembre.
Vagabundear por Cartago y por los finales del siglo y llegar sin anuncios a la casa de alguno de los amigos o amigas. Sentarse en la sala o en el comedor y escuchar música. Y luego la feliz voz de la madre o la abuelita que sonaba como un pichel de fresco que se vierte al mediodía: “¿Se comen un tamal?”.
La ventaja de crecer con madres y abuelitas que se ocupaban del trabajo doméstico, entre muchas otras cosas, tenía que ver con esa elaborada gastronomía del día a día y del año a año. Cada hogar tenía su forma específica de tamal. Sus ingredientes y sus pequeñas variaciones. Es preciso recordar que no existen dos tamales idénticos. Se trata de un prinicipio de lógica universal: cualquier tamal A implica un no-tamal A.
Y lo mismo con la forma de comerlos. Desde la salsa Lizano hasta extravagancias grotescas como la salsa de tomate. Esa es la maravilla del tamal: no hay reglas. Es, si me lo permiten, un jazz envuelto en hojas de plátano.
La preparación de los tamales suponía una restitución de los roles tradicionales: los hombres, por ejemplo, nos ocupábamos de cuestiones como soasar y limpiar hojas. Las mujeres, del ensamblaje.
Recuerdo estañones humeantes y algún abuelito pasando las hojas entre las llamas.
Recuerdo (esto ya era un avance técnico o un derroche energético) la imagen de alguien que aplanchaba hojas en la víspera de la tamaleada.
Recuerdo mesas largas con mamás y abuelas que convertían pedestres pelotas de masa en formidables milagros de colesterol.
Hasta hace poco, el único supermercado decente de Cartago era la Super Despensa. Era, como decía una amiga, el Auto Mercado de Cartago.
Alcaparras, aceitunas, encurtidos, ciruelas.
Productos españoles.
Vinos.
Sidras.
Y no es de extrañar que muchos de los ingredientes de los tamales se compraran allí, en la Super Despensa.
También había molinos en los que se congregaba la gente en largas filas.
Así sucedía desde la madrugada.
Eran, a diferencia de la crisis de Carazo, filas del exceso. Filas de la prosperidad. Y era, ciertamente, un mejor mundo, un mejor país.
Nunca olvidaré un diciembre.
Debió ser en el 2005.
Fui, por la mañana, con mi mamá y mi papá a moler la masa. Luego, ayudé un rato en la elaboración de los tamales y después surgió la necesidad de comprar vino.
Caminé, así, hasta la Super Despensa y, en uno de los pasillos, me topé con una pareja de viejitos
Señores campesinos.
Señores sencillísimos.
Se acercaron para consultarme cuál, en mi opinión, era la mejor sidra.
“Es que siempre es bueno tener algún traguillo bueno para darle a la gente después del tamalito”, me dijeron.
¡Tomá, Casafont!