Semana Santa: Marco escatológico-apocalíptico para entenderla

» Por Dr. Guillermo Flores – Profesor de teología y de cultura

Existen dos maneras de entender los eventos de la Semana Santa. Un acercamiento puede ser desde la teología dogmática. Esta teología representa los desarrollos históricos que experimentó la doctrina cristiana a través del tiempo. Es una herramienta útil, pero hay que advertir que dicha teología con frecuencia estuvo al servicio del poder eclesiástico o político como un instrumento de control para descalificar e, incluso, torturar y ejecutar a quienes tenían voces disidentes –según la ortodoxia dominante de turno. Con frecuencia esta teología dogmática se torna intolerante. De tal manera que es importante discernir el núcleo esencial de la fe cristiana derivada de Cristo y de los apóstoles y separarla de aquellos elementos que fueron añadidos en el curso de la historia como respuesta a situaciones históricas concretas o como herramientas de control e intolerancia.

La otra manera de tratar este tema es desde una perspectiva histórica y teológica, basada en la información que nos aportan los evangelios. Es decir, la interpretación de la Semana Santa debemos situarla dentro de su marco de referencia histórico, escatológico y apocalíptico como la entendió Jesús y los escritores del Nuevo Testamento. Esto significa que, lo primero que hay que hacer es localizar la figura y las enseñanzas de Cristo en el contexto espiritual y teológico de las expectativas mesiánicas del judaísmo del segundo templo y del primer siglo (judaísmo que emergió después del exilio babilónico, 538 a. C. hasta la caída del templo de Jerusalén en el año 70 d. C.).

Dibujemos el escenario histórico. Después del exilio babilónico el judaísmo quedó sin ciudad, sin templo, sin reyes, sin tierra y sin sacrificios. Tuvo que reinventarse a partir de la tradición heredada. Por cierto, es desde el exilio mencionado, históricamente, que se puede hablar de judaísmo, no antes. Este fue un periodo en el que sus sabios y profetas fueron inspirados e impulsados a la creatividad, como mecanismos de sobrevivencia, después de la catástrofe apocalíptica de la caída de Jerusalén y del templo en el año 587 a.C. Esta creatividad se hizo manifiesta en la creación de las sinagogas en Babilonia como alternativa de reunión, adoración y aprendizaje espiritual, como ya dije, considerando que estaban en el exilio y que el templo ya no existía. Pero, también, fue un periodo de mucha creatividad teológica, sin mencionar otros aspectos.

A partir de la tradición heredada de Moisés y de los profetas clásicos, emergieron algunas corrientes teológicas que van a impactar decisivamente la fe del judaísmo del tiempo de Cristo. Una de esas orientaciones fue la corriente sacerdotal y de santidad, que va a evolucionar en el fariseísmo que conocemos en los evangelios y por los escritos de Josefo. Esta secta creía que la pureza ritual, ceremonial y moral eran condiciones indispensables para esperar la llegada del Mesías. Otra rama que va a crecer es la corriente sapiencial. Este enfoque asume la tradición teológica heredada, pero se enfoca en los aspectos prácticos de la fe y de la vida. Sabiduría es discernir el peligro por adelantado para no caer en él. Además, esta escuela aspira a vivir una vida sabia, sana, santa, justa y feliz bajo el temor a Dios. Después de la catástrofe del exilio, la vida seguía y había que reinventarla sobre nuevas bases de sabiduría, no solo con gente religiosa, pero insensata.

Otra escuela que surgirá es la que tiene una orientación escatológica-apocalíptica. Esta es una evolución de la tradición profética clásica de Israel, pero con un enfoque muy particular. La apocalíptica judía es tanto un género literario como un modo de entender la historia. Obviando complejidades del sistema, básicamente, esta tradición parte de la convicción de que la presencia del mal dentro de la creación divina es una fuerza abrumadora y penetrante ante la cual la Ley de Moisés, el templo, la monarquía davídica y las otras instituciones religiosas no pueden hacer nada. Estos profetas apocalípticos ven las operaciones y la profundidad del reino del mal dentro de la creación representadas en figuras simbólicas como estatuas de metales (oro, plata, bronce, hierro y barro, como Daniel 2), como leones alados, osos virados, dragones, o bestias o como una gran ramera, como en el libro de Apocalipsis del Nuevo Testamento. Estos profetas tienen la convicción que existen unos poderes cósmicos suprahumanos (demonios) que se confabulan con los humanos para dañar la creación divina. Estos poderes cósmicos se han personificado en poderes imperiales depredadores e injustos como el imperio asirio, babilónico, persa, griego y romano (e, incluso, según los profetas, en la misma monarquía israelita). Básicamente, son la conjunción del poder político, religioso-idolátrico, la inmoralidad y el mercantilismo salvaje sin rostro de justicia. Es decir, el poder político y militar, la idolatría, la inmoralidad y la injusticia social. Esto es lo que representan la bestia, el falso profeta, la gran ramera y la gran Babilonia del libro de Apocalipsis (incluso el número 666). Es decir, el mal manifestado y elevado a la enésima potencia. Ante tal manifestación personal, estructural (sistémico) y cósmico del mal, la religión tradicional con todos sus aditamentos no tiene nada que hacer. Es totalmente impotente para resolver el predicamento humano y cósmico. Estos profetas creen que Dios tiene que intervenir de manera directa y decisiva para enderezar lo que se torció dentro de su creación. Este es el diagnóstico y conclusión a la que llegan estos profetas y sabios apocalípticos.

Esta escuela escatológica-apocalíptica, en el tiempo de Cristo, se manifestó en la secta llamada los Esenios. Este grupo consideró que la vida en la ciudad era pervertida y que las fuerzas de las tinieblas estaban operativas en las estructuras civiles y religiosas de Jerusalén, por lo que se retiraron a vivir en comunas en el desierto del Mar Muerto para esperar la batalla final entre los poderes de las tinieblas y de la luz. Ellos nos legaron los famosos “Rollos del Mar Muerto”.

Es frente a este telón de fondo de una batalla terrenal y cósmica contra los poderes del mal que debemos entender la figura de Cristo, sus enseñanzas y el significado último de la Semana Santa. Los profetas apocalípticos ven un abismo entre las promesas de la fe y la realidad del dolor e injusticias que vive el pueblo fiel y vulnerable. ¿Cómo es que pareciera que el mal triunfa sobre el bien? ¿Cómo es que los poderes del mal oprimen y prevalecen sobre gente fiel y justa? En nuestro tiempo diríamos, ¿cómo es que en la pandemia murieron niños y adultos en total aislamiento y soledad? Pareciera que hay una brecha entre la bondad de las promesas de Dios y la realidad de la avalancha del mal en la creación. Estos profetas enfrentan este problema.

La erudición contemporánea en este campo, en general, asume la noción de que Jesús adopta la teología de los profetas apocalípticos y de la corriente sapiencial y, en menor grado, la postura farisea. Es decir, para Jesús la solución se llama “el reino de Dios”. Por eso, en el Padre Nuestro nos enseñó a orar “…venga tu reino…” La frase reino de Dios requiere matizaciones, pero en general significa el megaproyecto divino de redención de personas, comunidades, naciones y de toda la creación. El reino de Dios tiene una dimensión personal, a saber, conversión, transformación y seguimiento. Tiene una dimensión social, es decir, sanidad, justicia y florecimiento pleno de comunidades y pueblos. Y una dimensión cósmica, o sea, la redención de toda la creación. El reino de Dios tiene tres fases, la primera es la fase de inauguración con la vida y ministerio de Cristo; la segunda es la de proclamación y demostración que va desde Pentecostés hasta la segunda venida de Cristo; y la tercera etapa es la de consumación, en su segundo advenimiento o parusía.

Las sanidades, los exorcismos y los otros milagros de Cristo eran evidencias de que el reino de Dios ya estaba operativo dentro de la creación y que ya estaba sometiendo a los poderes del mal en su fase inaugural. La alimentación milagrosa de las multitudes indicaba que las promesas de maná y pan abundante de Dios ya estaban presentes en forma de primicias del reino. La reprensión y aquietamiento del viento en el mar de Galilea confirmaba que Cristo estaba inaugurando la victoria sobre las fuerzas de la naturaleza que dañan a los humanos, algo que será pleno cuando el reino llegue a su fase de consumación final. La resurrección de Lázaro, las otras resurrecciones, incluyendo la de Cristo mismo, eran arras y primicias de una cosecha plena en la resurrección final.  Es decir, la muerte ya estaba doblando su brazo y lo doblará totalmente por el poder del reino de Dios. En otras palabras, la brecha entre las promesas de Dios y la realidad del dolor de la vida diaria ya se estaba cerrando y se cerrará plenamente el día de la consumación final. Entre tanto, el pueblo fiel debe perseverar en su fe y hacer la voluntad de Dios siguiéndole en amor y obediencia y laborando por la paz, la justicia y el florecimiento humano integral.

Y esta victoria cósmica, escatológica y apocalíptica se confirmó con la pasión y muerte de Cristo. Para los escritores del Nuevo Testamento el dilema humano tiene un aspecto de culpa por el pecado heredado y los pecados cometidos. Para resolver esto, la muerte de Cristo fue una muerte sacrificial. El Cordero justo de Dios (Cristo) muere en lugar de los injustos (pecadores). Por otro lado, el dilema humano también es opresión. Los sabios apocalípticos discernían que los seres humanos y la creación misma estaban sometidos a ciertas entidades y poderes cósmicos como la muerte, el pecado, la carne y los demonios. Ante estos poderes, la religión tradicional no tenía solución verdadera. Solo una intervención directa de Dios podía someter a estos poderes cósmicos del mal y a sus cómplices humanos. Este es el significado de la Semana Santa. O sea, ella es una invasión cósmica-escatológica y apocalíptica de Dios por medio de la cual derrotó a los poderes del mal e inició el proceso de sanidad y liberación de su creación. Recuerden que, de acuerdo con los evangelios, el primer Viernes Santo, la tierra tembló, el sol se oscureció, el velo del templo se rasgó y muchos muertos resucitaron.  Todos estos eventos fueron escatológicos y apocalípticos, incluyendo el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés. Sin este trasfondo escatológico y sin esta batalla cósmica, podemos convertir la Semana Santa en una celebración más de nuestra tradición cristiana, pero vacía de su profundo impacto redentor.

En síntesis, el dilema humano tiene dos lados: culpa y opresión. La muerte de Cristo (es decir, el Viernes Santo) es un acto sacrificial en el cual Cristo muere en lugar del pecador para otorgar perdón de pecados (basado en el trasfondo hebreo del cordero pascual). Por su parte, la resurrección (o sea, el domingo de resurrección) es victoria sobre el pecado, la muerte y sobre los principados y potestades del mal. Porque los demonios, el pecado y la muerte esclavizan.

Para concluir, Dios por medio de los actos redentores de la Semana Santa, desmonta la lógica del poder y de la brutalidad de los nuevos imperios del mal, sean estos poderes políticos, económicos, religiosos o de otra índole. Las fuerzas del mal encarnados en sus cómplices humanos en la cultura contemporáneas se empoderan dominando, controlando y arrebatando. Dios, en cambio, da, entrega y redime. En un país masivamente cristiano, cualquiera que sea la tradición eclesiástica con la que uno se identifique, esta Semana Santa nos debe recordar que dependemos de la gracia de Dios en Cristo. Debemos pensar en ser mejores personas, mejores ciudadanos y políticos, mientras llegamos a la consumación plena del reino de Dios.

Resumiendo: la culpa requiere perdón. La opresión se resuelve con liberación. En esencia, esto es lo que significa la Semana Santa. Perdón de culpa y de toda opresión, sea espiritual o social. Semana Santa es vivir en la paz del perdón y en la victoria de la liberación. Las lágrimas del Viernes Santo y la tumba del Sábado Santo no tienen la última palabra. Ni las tinieblas, ni la piedra pesada sobre la tumban tienen la última palabra. Solo el reino de Dios triunfó y consumará sus promesas. Dios, en Cristo, está enderezando lo torcido dentro de su creación. Él está llevando a su creación más allá de su belleza prístina original. No más temor. No más esclavitud. Dios ha provisto por medio de la fe en Jesucristo, su Santo Hijo, la solución al dilema humano. Es momento de volvernos a Él en arrepentimiento, conversión y enmienda.

Como cierre, les invito a escuchar al poeta cristiano cuando dice:

En el monte calvario
Estaba una cruz
Emblema de afrenta y dolor
Más yo amo esa cruz
Do murió mi Jesús
Por salvar al más vil pecador

Oh yo siempre amaré esa cruz
En sus triunfos mi gloria será
Y algún día en vez de una cruz
Mi corona Jesús me dará

(Parte de poema-himno escrito por George Bernard, 1913)

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