En Costa Rica la postulación de candidaturas a puestos de elección popular, solo es posible a través de partidos políticos, cuyas asambleas las seleccionan y ratifican. Para el caso de diputaciones, la ciudadanía todavía sigue votando por listas cerradas y bloqueadas en esas asambleas, en lugar de personas individuales según sus méritos.
Constitucionalmente las 57 curules que componen la Asamblea Legislativa representan a todo el país, no solo al partido y territorio provincial de origen, y menos deberían sujetarse a grupos de interés limitado, aunque la práctica política parece decir lo contrario.
Aparte, el país apostó a un régimen presidencialista en el que la Presidencia de la República también es elegida para cuatro años y por voto popular, sin que pueda ser inmediatamente reelecta. El mandatario reúne la jefatura del Gobierno así como del Estado, y es titular del Ejecutivo con sus ministros.
El presidente es el máximo responsable de la conducción política, y debido a la separación e independencia de los tres Poderes estatales y la supremacía de la Ley, existen controles recíprocos para evitar la concentración de imperio en un solo órgano, garantizándose además la protección igualitaria de las libertades y derechos fundamentales de los habitantes.
Por decisión constitucional el poder también se ha descentralizado por la materia y el territorio, de modo que las facultades presidenciales resultan atenuadas frente a entidades autónomas y gobiernos locales, y en especial ante los controles del Legislativo y el Judicial. En su funcionalidad, este sistema incide en la gobernabilidad democrática. Veamos algunas situaciones.
El presidente cada primero de mayo rinde informe de labores al Congreso, tiene poder de agenda (convoca a sesiones extraordinarias), y de iniciativa en la formación de la ley, sin que ello asegure un alto desempeño legislativo. Además, el mandatario sanciona, promulga o veta leyes, pero en este último supuesto el parlamento puede revertirlo a través del resello.
Por su lado, compete entre otros a la Asamblea: interpelar y censurar ministros, crear comisiones investigadoras, regular el control político diputadil, admitir o rechazar acusaciones contra miembros de los supremos poderes, aprobar convenios y tratados negociados por el Ejecutivo, nombrar y reelegir a los magistrados judiciales, los titulares de la Contraloría y Defensoría, resolver la suspensión del ejercicio de la Presidencia y disponer el levantamiento de su inmunidad.
En materia de seguridad nacional, el presidente es el jefe de las fuerzas pública y armada, sin embargo, es el Legislativo quien permite el ingreso de tropas extranjeras y la permanencia de naves de guerra, y el que autoriza al Ejecutivo para declarar el estado de defensa nacional, concertar la paz y suspender -previa votación calificada- las garantías individuales hasta por treinta días naturales.
Ahora, los magistrados judiciales nombrados por la Asamblea como órgano partidista, conforman la Corte Plena que es el superior del Poder Judicial y está dividida en cuatro salas, siendo que las resoluciones de la “cuarta”, frecuentemente inciden en decisiones de política del Ejecutivo y Legislativo.
Esa Corte designa a su vez a los magistrados propietarios y suplentes del TSE, entidad rectora de los procesos electorales, así como a los jefes del Ministerio Público (fiscal general), OIJ y Defensa Pública, cuyas funciones contra el crimen son decisivas para la paz social.
Entonces, del Legislativo dependen la Defensoría y Contraloría que es fiscalizadora de la hacienda pública y supervisa el control superior administrativo, y además ese Poder ratifica la designación que hace el Ejecutivo del Regulador de los servicios públicos y Procurador general.
Recuérdese, que según el presidencialismo el Ejecutivo: administra el Estado y representa a la Nación, lidera la política pública local, exterior y dirige la administración pública, pero este sensible cometido está constitucionalmente “matizado” por dichos controles y nombramientos del Congreso, y las potestades del Judicial en materia constitucional, de designación de las magistraturas electorales, jefaturas del Ministerio Público y el OIJ.
Así, el constituyente original o derivado no imaginó el cambio del bipartidismo a un multipartidismo erosionado; menos, que un 87% de la ciudadanía llegaría a rechazar a los partidos (CIEP, marzo 2025) y que su impacto político- legislativo sería pobre en un contexto de hostilidad y fragmentación parlamentaria, dominado por intereses que no siempre son los de la Nación.
Tampoco ese constituyente pensó que aquel presidencialismo “a la Tica” acabaría “parlamentarizado”, judicializado y administrativamente atascado, debido a los controles del Legislativo, su potestad de reelección “automática” de magistraturas judiciales, titulares de la Contraloría, Defensoría, de validación del Regulador y Procurador generales, todos con influencia en la Administración Pública y los servicios esenciales.
Es como si tal “arreglo” institucional provocara la necesidad de un constante y poco fructífero diálogo, que induce al intercambio y ruego para lograr acuerdos políticos, que más gobernabilidad. Gran trabajo de revisión constitucional espera a un patriótico Congreso 2026-2030. Costa Rica merece eso y más.