
El próximo año es el cuarto aniversario de un panorama electoral en Colombia que nos dejó a muchos perplejos, desanimados y asustados. Se reafirmó la desagradable tendencia en América, producto intensificado por los medios de comunicación masivos, de sostener extremismos con vehemencia y de la polarización política y social; como en un contexto de Guerra Fría contemporáneo, más inmediato y con mayor accesibilidad.
Las urnas confirmaron la posición de casi todas las encuestas: habría una segunda ronda electoral entre dos extremos opuestos y antagónicos. El radical izquierdista Gustavo Petro representaba un acercamiento a los regímenes autoritarios de la zona, geopolíticamente representados por el Foro de Sao Paulo. El candidato representante del Uribismo, y actual mandatario, Iván Duque, implicaba una luz esperanzadora para la derecha colombiana violenta y autoritaria; personificada por supuesto, en la figura de Álvaro Uribe. Quedó en evidencia que la mayoría de colombianos no querían a Petro como oposición al Uribismo, pero este fue el doloroso caso por una oposición dividida entre otras opciones más moderadas y aproximadas a lo que vendría siendo una Tercera Vía desde el gobierno. Finalmente, Uribe salió victorioso, y Duque fue electo presidente Constitucional de Colombia.
La Administración Duque ha recibido fuertes golpes en cuanto a su legitimidad, cuyo auge se manifestó tras la intensidad y magnitud de la brutal reacción policial coercitiva a las protestas en torno a las reformas estructurales planteadas por Duque, este año. Naturalmente, la Administración perdió credibilidad, y su índice de aprobación se ha desplomado a cifras menores a un 40%. De aquí parte la compleja situación en que se encasilló a Duque: buscar la reelección no solamente iba a carecer de todo sentido, puesto que, en el actual panorama, no se presenta ninguna condición que le permitiría ser reelecto. Por encima de cualquier otra razón, la dificultad primaria para la reelección de Duque se hubiera visto sintetizada por el aumento que se hubiera provocado en la presión, ya más calmada, para que renunciara a su cargo. A esto podemos sumarle la escandalosa renuncia en desgracia de un Uribe muy impopular en 2020; razones por las cuales creo que una victoria Uribista, sea cual sea el candidato de esta tendencia, es muy poco probable. Si bien las tensiones civiles ya se han aliviado un poco, el sentimiento de reproche popular a Uribe, y, sobre todo, a Duque, los posicionan a ambos lejos de su meta compartida de la preservación y mantenimiento conjunto del poder.
El presente caso se entiende como reacción natural, producto de una inercia manifestada por los pueblos, ya sea de manera consciente o inconsciente, de castigar a quienes actúan contra sus intereses, y sobre todo contra quienes traicionaron sus ideales originales que los llevaron a sus actuales posiciones privilegiadas de influencia en gobernanza. En el actual caso de Colombia, la oposición férrea representada por la tendencia Uribista frente a las políticas del presidente Santos – particularmente el Acuerdo de Paz – terminaron auspiciando e intensificando el ejemplo perfecto de un gobierno en que sus burócratas creen estar por encima del pueblo que deberían representar. Hoy, aunque de manera muy preliminar, las primeras encuestas electorales las encabeza Petro, pero sin lograr ganar en primera vuelta. Solamente el tiempo se encargará de decir si el multipartidismo colombiano está encaminado por el mismo rumbo costarricense de una creciente ingobernabilidad y, principalmente, de segundas vueltas electorales inevitables; no obstante, mis capacidades normativas me conducen a ver con muy buenos ojos el reciente anuncio de una coalición entre los partidos y candidatos más serios y preparados. Me refiero a los partidos que han dado su espalda a los fanatismos Uribistas y Petristas, proponiendo una hoja de ruta que rechace los fundamentalismos de la derecha conservadora y de la mal llamada izquierda progresista; asemejándose más, dentro de toda su diversidad estructural interna, a un modelo como el de la socialdemocracia europea clásica.
A nivel personal, de acuerdo con mis preferencias políticas, me he encontrado fascinado por la línea pragmática del candidato Liberal para la presidencia en 2018, Humberto de la Calle. Don Humberto era quien sostenía la trayectoria más experimentada. Vicepresidente de Ernesto Samper, ministro del Interior y representante ante la Organización de Estados Americanos, fungiendo como piedra en el zapato del dictador venezolano Nicolás Maduro. Más recientemente fue quien encabezó las negociaciones del rival vuelto amigo, Juan Manuel Santos, en cuanto al tratado de paz con las FARC. Fue galardonado con un homenaje de la Internacional Socialista hace más de cinco años. Me alegra verlo ostentar una posición protagónica en esta nueva coalición, y espero que se le abra el camino, recibiendo él su lugar para trabajar en defensa de Colombia y de su institucionalidad democrática.
Si bien mi candidato ideal sería De la Calle, no resulta la única opción viable. Como lo que se busca es alcanzar el poder y gobernar en coalición, todos los partidos quieren presentar su propia candidatura a la presidencia, siendo el favorito para ganar el profesor de matemáticas y excandidato del, más movimiento social que partido político, Compromiso Ciudadano. Fajardo estuvo a un respiro de ganar la presidencia. Con 2% más se hubiera colado a la segunda vuelta, y fácilmente hubiera atrapado a la gran mayoría de votantes moderados, que se fueron, en su mayoría, por Duque – por el temor a una presidencia de Petro. El encanto electoral de Fajardo lo componen su carismática presencia mediática y su habilidad demostrada estos años de desmarcarse de los males comunes de la clase política.
El lema “No todo vale” es el que ha seleccionado este grupo de pragmatistas políticos. Por supuesto existen personajes que interpretan esta estratégica escogencia como un acto de demagogia, ideado para apostarle al descontento popular colombiano contra la política tradicional. Realmente, por más que le busque forma, yo no lo veo de esta manera. A mi entendimiento, la coalición no solamente representa una destacable diversidad entre la trayectoria política, personal, profesional, intelectual y formativa de sus principales integrantes; también parece promover reformas institucionales de fondo como las puestas en práctica en Costa Rica – de finales de los años cuarenta, a finales de los setenta – en el pleno auge de la gestación social integral de nuestro Estado. Algunas de las soluciones planteadas me recuerdan a las desarrolladas por el Centro de estudios para los problemas nacionales, con un enfoque social. La coalición está constituida por la experiencia de funcionarios públicos de carrera, y por el sentido común de figuras comunes. Creo que la participación del Partido Liberal será central, ya que esta es la agrupación que ha tenido más experiencia gobernando y formulando políticas públicas. Puede aprovechar estos antecedentes como credenciales para ser electos, y como oportunidad para balancear la conformación multipartidista de la alianza, complementando a las demás agrupaciones más nuevas y sin tanto historial de gobierno. El Partido Liberal puede, además, brindar su equipo mejor estructurado, y con mayor preparación, para la hora de armar un gabinete. Recordemos que en esa zona de Sudamérica los gabinetes con presencia multipartidista son mucho más comunes que en la mayoría de países latinoamericanos.
“No todo vale” como eslogan – cobra mayor relevancia y protagonismo desde hace unos años, porque en Colombia todo está valiendo, siempre y cuando se sea un político antaño – yo lo veo como una invitación no solo al político, sino al pueblo que debería sentirse representado, para reevaluar patrones de comportamiento, dogmas dentro de las creencias políticas y demás mitologías epistemológicas, y el papel colectivo que puede jugar la hermandad sectorial en un proceso democrático. Como todos, yo cargo conmigo sesgos políticos y electorales, pero trato de integrar altas dosis objetividad a esta subjetividad. Les tocará a ustedes como lectores juzgar si he cumplido adecuadamente con mi parte, así como le tocará a mi conciencia juzgar si la prosa que aquí expreso tan amenamente es auténtica, o si no es más que palabras vacías acomodadas en un orden lógico sin ningún sustento real de fondo. La subjetividad siempre integrará el análisis político que podemos hacer cada uno de nosotros; de mi parte, esforzándome para ser objetivo dentro de mis creencias, creo que esta es una oportunidad única para Colombia, y una salida de emergencia para escapar del peligroso extremismo vivido hoy en la región. Sin embargo, de una trascendencia todavía mayor debe ser el voto por un programa político llamativo que nos convenza, que el voto en contra de quienes percibimos como amenaza para nuestras preferencias políticas, nuestros intereses, o hacia lo que opinamos que debe hacerse desde la administración pública.
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