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Narrativas de odio y llamado a la paz

» Por Uri Salas Díaz - Antropólogo

Imagen generada con IA.

El conflicto en Gaza, que amenaza extenderse al Líbano y otros países del Medio Oriente, ha impulsado como nunca antes la circulación de enormes masas de información en torno a Israel y Palestina. Buena parte de esta información, además de naturales errores históricos y sesgos ideológicos, implican discursos de odio más o menos intencionales, que tienden a normalizarse y a los cuales es preciso enfrentar. En general, se trata de narrativas muy arraigadas de antijudaísmo e islamofobia que toman formas nuevas, alimentando la violencia discursiva y fáctica, provocando el fracaso de las posibles soluciones al conflicto.

El antijudaísmo es un fenómeno antiguo con diversos matices; en la actualidad, su principal manifestación se constituye como odio contra el sionismo y el Estado de Israel. Según esta visión, los sionistas (cerca de 11 millones de judíos a nivel mundial) representan los peores defectos humanos: la mentira, el latrocinio, la rebeldía, el asesinato y finalmente, el genocidio; además, los sionistas israelíes merecerían particularmente rigurosos castigos, desde el boicot económico hasta la eliminación de Estado judío y su población. El antijudaísmo es pariente ideológico de la judeofobia: el miedo a los judíos como una élite económica y política global que manipula los gobiernos del mundo y los hilos de la cultura mediática. Mientras en Occidente el antijudaísmo tiene un origen religioso, en el orbe islámico culmina como propuesta política.

La islamofobia por su parte reside en el desprecio y el temor a las expresiones culturales asociadas al Islam, la religión monoteísta de más rápido crecimiento en el mundo y que cuenta con cerca de 2 mil millones de creyentes. La islamofobia implica una profunda ignorancia de la diversidad cultural, religiosa y política dentro del mundo musulmán. Implica un rechazo violento al credo monoteísta en general y a las pretensiones musulmanas de universalidad en particular. Mientras en Occidente la islamofobia está relacionada con discriminación racial y clasismo, en Israel se nutre principalmente de los prolongados conflictos por territorios y supremacía militar en la región.

El antijudaísmo y la islamofobia son discursos de odio, esencialistas y generalizadores: afirman que todos los “sionistas” o todos los “musulmanes” se comportan siempre igual. Homogeneizan y difuminan las diferencias individuales, promoviendo una visión caricaturesca y grotesca de sociedades en realidad muy complejas, ricas y diversas. En tales ópticas reduccionistas el mundo se compone de buenos y malos; los sujetos que incuban y difunden estos discursos de odio, a veces inconscientemente, suelen visualizarse a sí mismos como justicieros, moralmente superiores y defensores de una verdad incuestionable, limitando cualquier posibilidad de diálogo.

Las otras caras de la moneda de estos discursos de odio son, respectivamente, el supremacismo judío y el fundamentalismo islámico. El supremacismo judío se constituye a partir de una deformación del significado de ser el “pueblo elegido”; desde una pretendida superioridad espiritual se justifica el desprecio y dominio sobre los no judíos, constituyendo un soporte ideológico del clasismo a nivel global; y de la expropiación de territorios islámicos por la fuerza, en el Medio Oriente. En el caso del fundamentalismo islámico, los extremistas chiítas o sunnitas esgrimen también una supuesta superioridad moral de la tradición mahometana, interpretando de manera permisiva leyes en torno a la guerra y la conversión forzosa como estrategias válidas para la expansión de una fe que ha generado numerosos imperios a lo largo de la historia. Sea en su versión integrista o en sus vertientes nacionalistas, los fundamentalismos islámicos justifican el terror y la violación sistemática de los derechos individuales, incluso de los musulmanes moderados.

Si bien el supremacismo hebreo se nutre de la condición de víctima de los judíos en numerosos episodios históricos, no reconoce los privilegios políticos y económicos que ha gozado el mismo pueblo judío, aunque sea de manera efímera, gracias a su alianza con élites gobernantes e intelectuales. Por su parte, el fundamentalismo islámico surge como reacción ante la opresión de las potencias europeas sobre las poblaciones musulmanas, especialmente a partir de la caída del imperio otomano a fines del siglo XIX; pero implica la acumulación de poder por parte de señores de la guerra y gobiernos dictatoriales, siendo diametralmente opuesto al pensamiento crítico y la liberación de las clases oprimidas.

Toda guerra implica intenciones de exterminio del enemigo, lo cual requiere la creación de narrativas en torno al derecho a la autodefensa y la lucha contra la tiranía. Sin embargo, la exacerbación de estos discursos y su convergencia con sentimientos supremacistas y fundamentalistas, conduce casi automáticamente a la comisión de actos vandálicos y crímenes de lesa humanidad contra poblaciones inocentes o indefensas. En este sentido, la jurisdicción internacional intenta delimitar y poner obstáculos a la comisión de crímenes de guerra, así como castigar a líderes y cómplices de tales conductas. Lo anterior se realiza desde una óptica laica universalista, postulada por las sociedades Occidentales dominantes; sin embargo, debe considerarse que las sociedades islámicas y judías tienen escalas de valor y consideraciones jurídicas propias, a veces divergentes del humanismo occidental. En este sentido, la resolución del conflicto presente en Palestina, Judea y Samaria, requiere múltiples esfuerzos, de los cuales se puede mencionar:

  • Poner límite a los discursos judeófobos que proliferan no sólo a nivel popular, sino entre las élites intelectuales, quienes no encuentran ningún atenuante a la conducta belicosa de Israel e invitan a la eliminación del Estado judío; esto es, al genocidio.
  • Neutralizar la islamofobia, por la cual occidentales o judíos equiparan la religión islámica con el fundamentalismo; e igualan la resistencia armada palestina con el terrorismo. Ello condena a los palestinos a vivir en un estado virtual de apartheid, sin derecho al autogobierno y la autodefensa.
  • Incentivar los principios judaicos de igualdad ante la ley y búsqueda permanente de la libertad, como valores que permitan debilitar los movimientos supremacistas responsables de crear divisiones internas y potenciar el conflicto con el Islam.
  • Motivar a los palestinos y el mundo islámico en general a renunciar al proselitismo yihadista; iniciando el camino para reconocer el derecho de Israel a existir como entidad política.
  • Cuestionar la dependencia económica y alianza cultural entre Israel y un mundo Occidental en plena decadencia moral.
  • Motivar a los árabes de Palestina a adquirir consciencia de la manipulación del conflicto por parte de elites que les revictimizan, utilizándoles como punta de lanza y carne de cañón mediática, para sus propias causas.

En este orden de cosas, es necesario denunciar la existencia de intereses de orden transnacional que atizan el conflicto. Además de las potencias militaristas de Occidente, Rusia y China, la misma ONU, parcializada en favor de uno u otro bando, resulta cómplice, juez y parte de la actual situación caótica. Transformada en foro demagógico, la ONU es hoy un espacio donde en vez de cuestionarse y neutralizarse, se producen y normalizan los discursos de odio.

Judíos y palestinos son herederos de culturas antiquísimas; y su constitución como entidades políticas en tiempos recientes está llena de contradicciones, sufrimientos e injusticias. Aun apelando al rigor para juzgar a quienes promueven el terrorismo paramilitar o el terrorismo de Estado, ambas poblaciones tienen derecho a la autodeterminación, el reconocimiento mutuo y la coexistencia pacífica. El reto es supremo; sin embargo, el dolor y la muerte exigen trascender prejuicios históricos e interpretaciones míticas que renuevan los círculos de violencia, no sólo en Israel y Gaza, sino alrededor del mundo. Quienes deseamos la paz debemos invocarla.

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