Columna Cantarrana

Mi generación y las drogas ilícitas

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

Recientemente leí un relato de Linda Wolfe en el que se habla de la muerte de Gerry Coury, un muchacho de Torrington, Connecticut, que murió en circunstancias confusas en las vías del metro de New York. 

Era 1981, un año en el que New York estaba muy lejos de la disneyficación progre del siglo XXI. Y los medios que hoy defienden esa disneyficación progre, por entonces, estaban en batalla abierta contra la ciudad. 

Decían que Nueva York era una ciudad cruel, que Gerry, un muchacho sencillo, había muerto de ciudad y que ni la policía ni la gente había hecho nada por evitarlo. 

Luego, como muestra Wolfe, se comprobó que aquel muchacho intachable, en realidad, era un mae con serios problemas de drogadicción. 

Pero, repito, en principio, se trataba de un muchacho intachable. 

El mejor promedio de cole. 

El mae bueno. 

El relato de Wolfe me hizo pensar en que todos en mi generación, de una manera o de otra,  tuvimos ese amigo que, inexplicablemente, terminó drogándose. Y digo que es “inexplicable” porque me refiero a ese tipo especial de drogadicto que no resiste valoraciones psicologistas.

Nada de gritos ni fajazos. 

Infancia Montesori. 

Papás responsables y amorosos. 

Firmes y dulces a la vez. 

¿Supernintendo en diciembre? OK. Sí. Pero tenés que lavar el carro durante un mes. ¿Viaje de intercambio? Sí. De acuerdo. Pero tenés que limpiar el techo y pintar el cuarto de pilas. 

Hablo, pues, del mae buena nota y bien portado. 

Callado. 

Cortés. 

Educadísimo. 

En la adolescencia no pasó de probar una chinga de cigarro y, de repente, un sorbito de vodka con jugo de naranja el día que Mariel o Gonza se quedaron solos. Capaz en la sereneta de quinto año le pegó una jalada a un puro, pero no lo bajó porque le dio taco. Una vez en la U, mientras cursaba Generales, compró cajeta en La Calle de la Amarguera. Y le gustó, sí, aunque le dio dolor de cabeza. 

Luego, súbitamente, empezó a almorzar con birra todos los días y ya para cuando iba por Seminario de Realidad Nacional, de vez en cuando, adulteraba cigarros y puros con el ominoso perico que vendían los guachimanes de La Cali. Después vendrían los ácidos y más inhalaciones. Y en la fiesta de aniversario de cole, entonces, aparecieron los murmullos tipo “¡Ah no! Fulanito no vino porque se hizo muy raro, superdrogo. Dejó la U”

¿Cómo es posible que un carajillo criado bajo criterios pedagógicos tan ejemplares haya acabado convertido en un despojo con el tabique nasal destruido y el cerebro quemado por el clorhidrato de cocaína? 

No fueron las malas juntas. 

No fueron las  presiones familiares. 

No fueron los juegos de video ni el cine ni esos mensajes subliminales que salen en las canciones de Pink Floyd. 

El problema de “Fulanito”, precisamente, fue su excesiva cortesía. Alguna vez, en alguna fiesta de inicios de la U,  “Fulanito” pasó toda la noche con ese compañero cretino, fanfarrón y petulante, que creció en una familia de papás comunistas y que, por consiguiente, transitó por la vida haciendo gala de su repulsiva subnormalidad. 

¿Mario Bross? Un  obrero explotado que no ha tomado consciencia del papel histórico de la clase trabajadora y que por tal razón pasa arriesgando la vida en pos de salvar a la asquerosa y decadente monarquía. 

¿Mundial de Francia 98? Imperialismo, enajenación. 

¿Friends o Seinfield? Ninguna, ambas son expresiones de colonialismo cultural que reproducen estereotipos y normalizan la dominación. 

¿Borges? Fascista. 

¿Vargas Llosa? Neoliberal asqueroso. 

¿Nirvana? Yanquis, solo música latinoamericana porque el folclor es la matriz cultural popular que nos permitirá superar la hegemonía cultural del enemigo. 

Y así transcurrió una larga noche en la que “Fulanito”, repito, por su excesiva cortesía, pasó escuchando a un imbécil narcisista que nunca se callaba. Y bueno… Lo que empezó como cortesía devino en cansancio, hartazgo, frustración y, por último, resignación. La gente alrededor bailaba, se arrimaba, apretaba, se refugiaba en habitaciones oscuras, y él permanecía rendido ante la verborrea seudoilustrada del compañero cretino. Y así… Cuando este relataba, por octava vez, cómo fue que sus papás transportaron armas de Libia a Nicaragua, supo entonces que solamente las drogas le permitirían soportar el mundo. Pidió pipa y encendedor y aspiró hondísimo…

Varias veces. 

Ignoró las advertencias. 

Aspiró y aspiró y aspiró…  

Y no recordó nada más. 

Alguien le dio un confite. 

Alguien lo montó en un taxi. 

Y desde entonces sustituyó la cortesía por el palidazo.

Como el personaje de Linda Wolfe que murió en la New York de 1981. 

Pero sin heroísmo.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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