Ley de Odio

De primera entrada, la idea de crear una ley que castigue los mensajes de odio podría parecer conveniente. Sin embargo, la pregunta es ¿quién va a decidir qué es un mensaje de odio? Si el Estado es el encargado de decidir cuáles mensajes pueden circular y cuáles no, lo que se establecería sería una ley mordaza que, atropellando el derecho a la libertad de expresión, legalizaría la censura.

La iniciativa, a pesar de sus buenas intenciones, es muy peligrosa. Si las autoridades del Estado, es decir, los burócratas que son funcionarios públicos que deben servir y rendir cuentas a los ciudadanos, quisieran impedir que una información llegue al público, les bastaría tildarla de ofensiva, peligrosa, políticamente incorrecta o discriminatoria para impedir su difusión.

El proyecto de ley contempla que sería un Consejo de funcionarios (nombrados, no electos) quienes decidirían lo que los ciudadanos puedan leer, ver o escuchar. Los Consejos con ese tipo de atribuciones, son típicos de dictaduras totalitarias y nunca han existido en repúblicas democráticas.

La iniciativa, además de peligrosa, es innecesaria. La legislación vigente establece que, por el derecho a la libertad de expresión, ninguna publicación será sometida a censura previa. Sin embargo, el autor de la publicación se hace responsable de lo que manifieste. En caso de publicar ofensas, calumnias o datos falsos, quienes se consideren afectados pueden acusar al responsable de la publicación, se abriría entonces un proceso en el que ambas tendrían derecho a ser escuchadas y de haber alguna sanción, sería establecida como sentencia en los Tribunales de Justicia.

Es decir, pueden haber consecuencia después de que la publicación haya circulado, pero es inadmisible que haya censura antes de que la publicación aparezca.

Costa Rica tiene una larga tradición de respeto a la libertad de expresión.

De los muchos ejemplos que podrían citarse, vale la pena recordar uno. A finales de los años treinta del siglo pasado, el presidente León Cortés propuso una ley para prohibir que circularan en el país libros y revistas de propaganda comunista. La iniciativa no prosperó porque todos los sectores se opusieron. Los periodistas, los abogados, los profesores y hasta los empresarios, los liberales y los obispos y sacerdotes, levantaron su voz para recordar que, en un país libre, el Estado no puede decidir por los ciudadanos cuáles publicaciones pueden leer y cuáles no.

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