Columna Cantarrana

La era de las renuncias

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

Transitamos, en efecto, por un período pródigo en fervor apocalíptico. La idea del futuro se nos antoja trágica, ominosa. Y quizás por eso el mundo ha asumido el aspecto de un cuarentón sisífico que entra a la edad de las renuncias y lleva a cuestas su piedra exacta. Un cuarentón que súbitamente cae en cuenta de que nunca se jubilará, nunca volverá a enamorarse y nunca cumplirá los sueños que urdió en la infancia y adolescencia. 

Stéphan Lévy-Kuetz decía que el pesimismo no es más que optimismo en apuros. Yo diría, más bien, que el pesimismo es optimismo con denominación de origen latinoamericana. 

Para enfrentar la naturaleza anticipatoria de la subjetividad humana, desde la antigüedad, nos han atosigado con máximas anodinas tipo “carpe diem” o el pasaje bíblico de los pajaritos que no se preocupan de buscar la moncha del día siguiente. 

Pero vamos… 

Que si vivir el día fuera posible, no existirían libros de autoayuda ni refranes que nos instruyen vivir al pedo, vivir al toque, llevarla suave, esperar a que la divinidad provea. 

La esperanza, como la calma, es horrorosa. La primera, porque nunca se cumple, y la segunda, porque necesariamente anticipa algo fatídico. Eso lo entendió muy bien Jack London en sus relatos sobre los mares del sur y lo entendió, también, James Cook mientras vagaba por el Pacífico en busca de continentes imaginarios. 

La primera vez que fui a La Habana yo aún era un carajillo imbécil que decía “Revolución” en vez de decir “Dictadura”. Me creía aquel verso del bloqueo y la dignidad y la soberanía y “Patria o Muerte”. Era un cretino más, uno de esos cretinos tan abundantes en mi generación que salía con un “Pero tienen el mejor sistema de salud de América” o con un “Y la educación y la vivienda es gratuita”. 

La primera vez que fui a La Habana fui con mi amigo Alejandro. 

Sucedió hace muchísimo tiempo, durante la segunda administración de Óscar Arias. 

Una tarde, mientras tomábamos una cerveza en el hotel El Vedado, una pareja de recién casados nos hablaba, no sin compulsivas discreciones e incómodas precauciones, acerca de las ganas que tenían de irse. Nos preguntaban cómo era la vida en Costa Rica y en sus rostros se instalaba algo que estaba a medio camino entre la lejanía y la esperanza. Una esperanza percudida, claro está. Luego, lo usual en La Habana: gente que intenta estafarte para poder vivir con algo, gente que te vende algo, gente que te pide algo, gente que permanentemente necesita algo, gente que ruega que le contés algo. 

La última vez que fui a La Habana fue en 2018. Había más restaurantes y más locales de los CDR. La gente se apostaba en las esquinas de los hoteles para agarrar señal de Internet en sus celulares. Imagino que, como en el 2007, insistían en buscar algo. Esa vez, con todo, esperaban sin esperanza. 

O al menos esa fue mi impresión. 

Hace poco leí que los economistas, ante los infaustos escenarios del mundo,  aconsejan vivir el día. 

La era del carpe diem. 

Así definen nuestro tiempo. 

Yo creo, sin embargo, que el mundo hoy es una esquina de La Habana, imbuida de renuncia,  donde todos esperamos que suceda algo. 

¡Y nunca sucede!

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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