Resulta una costumbre curiosa que la mayoría de personas celebre la noche del último día del año, sin percatarse que ese instante que separa el año “viejo” del “nuevo” es solo un punto designado arbitrariamente en la trayectoria de nuestro planeta alrededor del sol, invariable desde hace unos 4500 millones de años.
Tan sólo mirando el firmamento, los antiguos humanos dedujeron que “cada doce lunas llenas”, el sol “se movía” por la misma línea en el cielo y las estaciones volvían a empezar; en una especie de ciclo recurrente. Como un círculo, que no tiene principio ni final, para marcar el primer día del año, había que ponerse de acuerdo. Sobre todo porque se llegó a medir que el año consistía de 365 días y poco más de 6 horas.
Los chinos, los mayas, los judíos y muchos otros pueblos establecieron su propio “primer día del año”. Fue el comercio y la navegación por mares lo que convenció a los pueblos a adoptar un calendario en común. Se eligió uno desarrollado por los jesuitas a encargo del Papa Gregorio, hace 435 años, cuya precisión consistía en introducir la exacta cantidad de años bisiestos para que sólo se necesitaran correciones cada 3 mil años.
¿Y qué? Pues bien, el evolucionado cerebro de nuestra especie produjo una mente obsesionada por dar un significado a las cosas y atribuir causas personales a los sucesos. Por eso disfrutamos escuchando historias y creyendo supersticiones porque así creemos entender y controlar mejor lo que pasa en este caótico mundo.
A través de generaciones nos convencimos a nosotros mismos y a nuestros hijos, que los aniversarios son importantes porque reviven los recuerdos de algo significativo. Así que todo tiene su día: el padre, la madre, el niño, el hombre, la mujer, el libro, el árbol, y tantos que no alcanzan los días del año. Incluso existe un día de la Tierra, promovido por los ambientalistas, que se conmemora el 22 de abril.
Entonces, ¿qué es exactamente lo que celebramos el fin de año? Astronómicamente hablando nada ocurre el 1 de enero, no marca por ejemplo, el inicio de una estación. ¿Son las celebraciones de “cada doce lunas”, vestigios de rituales que nos dan seguridad, como las danzas alrededor de la fogata luego del último deshielo de hace 11 mil años?
La celebración del año nuevo empezó en Babilonia hace 4 mil años. Ahora es el festejo más grande del mundo, pero ni siquiera es una celebración simultánea. Nosotros a las 7 de la noche ni siquiera hemos cenado, pero podemos sintonizar en directo el majestuoso espectáculo en de la bahía de Sidney en Australia, porque ahí ya pasó la medianoche.
Celebramos el año nuevo, creo yo, por varias razones. Por nuestro deseo ancestral de integrarnos a una supertribu: la humanidad. Porque estamos vivos y a pesar que la vida es dura y limitada de recursos para la mayoría, reconocemos que merece la pena. Pero sobretodo porque necesitamos un momento en el cual podamos mirar adelante y atrás.
Sólo que tenemos que darnos cuenta que “el año nuevo” no te va regalar nada, ni es una “página en blanco” en la que podemos escribir una nueva biografía. Aunque hayamos comido las doce uvas o estrenado alguna prenda o nos hayamos deseado suerte o felicidad los unos a los otros, no va caer del cielo una casa, carro, amigos o salud (sólo caerá lluvia o rayos) y seguiremos siendo los mismos que minutos atrás.
Abundan ese día los “sermones” grandielocuentes de los motivadores: sueña en grande, no te rindas, lee mas libros, conoce nuevas personas, etc. Me parece pretencioso decir a las personas como vivir su vida. Realmente uno no necesita cumplir ninguna expectativa de los demás, sólo las que uno mismo se proponga.
Si te fijas metas, para que funcionen tienen que ser realizables a corto plazo (unos pocos meses), y tan concretas que se pueda trabajar un poquito en ellas día a día. Y si de ser feliz se trata, basta celebrar cada día como una nueva oportunidad, ya que nuestro bien más valioso es el tiempo de vida.
Por lo tanto – si se me permite el consejo- empecemos por apreciar más los pequeños disfrutes cotidianos y tolerar más las contrariedades de nuestra vida. Porque si bien, en perspectiva cósmica llevamos una existencia irrelevante y efímera en un pequeño planeta, es a la vez… todo lo que tenemos.
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