El voto de censura al presidente como herramienta de protección a la democracia y al Estado de Derecho

» Por Dieter Gallop Fernández - Politólogo

GOBERNANZA Y CORRUPCIÓN. La crisis de gobernanza que atraviesa Costa Rica desde hace aproximadamente dos décadas permite evidenciar el desgaste del sistema presidencialista adoptado por el país desde el siglo XIX. Este sistema tiene cada vez más dificultades para lograr consensos durante el periodo constitucional y para crear los acuerdos políticos necesarios para el avance nacional. Esto se debe, en gran parte, a la participación masiva de partidos políticos (lo que llamaremos la municipalización de la campaña electoral nacional) y a la presencia multipartidista en las curules legislativas, donde las corrientes de pensamiento y el enfrentamiento ideológico complican el progreso de las discusiones nacionales necesarias para alcanzar soluciones que aborden la problemática de fondo que afecta a la nación. En muchos casos, estos enfrentamientos se tornan estériles e incapaces de permitir la evolución social, económica y cultural.

Desde la aparición del PAC en el escenario político costarricense, la narrativa anticorrupción ha sido una constante, especialmente después de 2004, cuando el expresidente Miguel Ángel Rodríguez fue aprehendido y puesto a disposición de la justicia. Este hecho marcó un hito histórico en Costa Rica, pues fue la primera vez que un expresidente fue encarcelado por un aparente acto de corrupción. A este caso le siguieron otros, como el de Rafael Ángel Calderón, los extesoreros del Movimiento Libertario y del PAC, así como las aprehensiones de alcaldes en funciones, como Johnny Araya en San José y Mario Redondo en Cartago, por el caso Cochinilla. También se incluyen el allanamiento e investigaciones en Casa Presidencial durante la administración de Carlos Alvarado por el caso UPAD, sin olvidar los más recientes allanamientos en el Ministerio de Salud relacionados con el asesinato de un funcionario y el cierre de Parque Viva, además del caso Barrenador, donde Marta Esquivel, presidenta ejecutiva de la Caja Costarricense de Seguro Social en la administración de Chaves Robles, fue aprehendida en acciones judiciales. Todos estos casos tienen, sin duda, dos vertientes importantes en la retina social: por un lado, un poder judicial que es garante de la democracia y del Estado de derecho, asegurando la transparencia y la justicia; por otro lado, un hartazgo ciudadano al observar un crecimiento exponencial de actos de corrupción perpetrados por funcionarios públicos, lo que resquebraja la confianza en lo que el ciudadano cotidiano llama la clase política de este país.

LA BANALIDAD DEL MAL. En los últimos dos años, estas vertientes han experimentado una transformación perceptiva en la sociedad, un fenómeno digno de estudio. Más allá de catalogarla como novedosa o nociva, lo cierto es que se trata de un fenómeno calcado y no espontáneo del psiquismo costarricense. Hoy, la percepción de una parte de la ciudadanía se ha distorsionado al punto de hacer creer que el poder judicial actúa de manera antojadiza contra funcionarios de la administración pública pertenecientes al oficialismo, y que los investigados o acusados penalmente por actos de corrupción en el ejercicio de su función pública son víctimas de un sistema que ha fundamentado su actuación en causas político-electorales, en lugar de en aspectos jurídicos e investigativos que deben regir las acciones de los órganos judiciales. Todo esto ha generado una grave distorsión de la realidad que ha erosionado rápidamente la percepción y credibilidad institucional, bajo una narrativa politiquera constante en el poder ejecutivo y en las instituciones, dirigidas por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus actos. En palabras de la filósofa alemana Hannah Arendt, han banalizado el mal, siendo guiados despóticamente por un jefe de Estado con ínfulas autoritarias.

Estos elementos han concurrido con mensajes cargados de polarización, descalificación de la institucionalidad, un rechazo grosero y evidente al orden constitucional, y un ataque sistemático a los demás poderes del Estado, así como a la integridad de jerarcas, diputados, presidentes de los poderes Legislativo y Judicial, y a jueces y fiscales. Todo esto por parte de un presidente que, no satisfecho con ello, se atrevió a lanzar mensajes sediciosos al pueblo, que, sumido en el hartazgo y la incredulidad, podría convertirse en el caldo de cultivo perfecto para la insurgencia en un país reconocido mundialmente por su paz y estabilidad. Las intenciones aviesas pueden tener consecuencias nocivas para la patria, más aún cuando quien las alienta es el comandante en jefe de la fuerza pública, que debe obedecer las órdenes de un presidente más preocupado por cultivar el caos y la confusión que por dotar a la policía de los recursos necesarios para cumplir su rol. Es aquí donde se torna necesaria una discusión sobre el mando de las fuerzas policiales por parte de un presidente que claramente invita a romper el orden constitucional que toda la fuerza pública prometió proteger.

EL VOTO DE CENSURA PRESIDENCIAL Y EL MANDO DE LA FUERZA PÚBLICA. Hoy más que nunca, se hace necesario establecer controles constitucionales que impidan un uso autoritario o antojadizo de las fuerzas policiales encargadas de resguardar la paz pública, prevenir el crimen y garantizar el orden constitucional de la república. Estos controles deben convertirse en límites justos que permitan un uso adecuado de las fuerzas policiales y que sirvan como contención ante posibles abusos contra la institucionalidad o el pueblo mismo. Dichos límites deben fundamentarse en garantías procesales que impidan abusos. Por ello, debería existir una evolución en el “voto de censura” emitido por los diputados, ampliándolo a “voto de censura presidencial”, que pueda ser utilizado en aquellos casos en que quien ostente la presidencia, a través de sus acciones o manifestaciones, ponga en peligro la estabilidad social y democrática del Estado de derecho. Una vez aprobado por la mayoría calificada del Congreso, el mando supremo de la fuerza pública sería trasladado a la Asamblea Legislativa, regresando al presidente una vez cumplidos ciertos requisitos: 1) presentación de denuncia de delitos contra la patria ante la Corte Suprema de Justicia, que determine que no hay elementos para elevarla a juicio; 2) transcurso de seis meses desde el acto que provocó el voto de censura; 3) un traspaso de poderes; 4) convocatoria a elecciones y traspaso del mando al Tribunal Supremo de Elecciones; o 5) renuncia del presidente de la República. Estas herramientas constitucionales son esenciales, ya que permiten garantizar el equilibrio entre la fuerza del Estado y el apego al orden democrático, que es la esencia plasmada en la Constitución y la inspiración de los constituyentes.

Aunque el Código Penal, en el Título XII, especifica conductas y condenas por delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional, en tiempos de incertidumbre y distorsión de la realidad, es momento de pensar en alternativas que respondan más rápidamente a los peligros del autoritarismo como secuela profunda del populismo y la demagogia, restándole el monopolio de la violencia a gobernantes que demuestran con sus acciones amar más al poder que a la patria que los vio nacer. Quizás sea una ocurrencia, quizás una propuesta brillante, pero sea lo que sea, el contexto actual nos ha llevado a considerar ideas que hace diez años ni siquiera hubieran pasado por la mente de ningún costarricense. Cuando creímos que nos acercábamos al sueño de un país desarrollado y pleno, es cuando más oscuro se ha puesto el panorama, acercándonos peligrosamente a la realidad de países vecinos donde la democracia, la estabilidad, la paz y el Estado de derecho solo existen en los libros de historia.

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