La alocución de la presidenta del Tribunal Supremo de Elecciones dirigida al presidente de la República fue celebrada como gesto de firmeza. En realidad, fue una pésima jugada institucional. No por el decoro de las formas ni por la pulcritud del lenguaje usado, sino porque consagró una confusión peligrosísima donde el árbitro dejó de arbitrar y se colocó en el centro del ring. En democracia, el poder del árbitro no proviene de “ganar debates”, sino de rechazar toda tentación protagónica y hablar con los actos que la ley le manda.
La señora magistrada despliega en su discurso un andamiaje emotivo que convierte la crítica política en una “amenaza a la paz”. Esa equivalencia es desproporcionada y conceptualmente inaceptable. La crítica presidencial, incluso áspera, forma parte del ruido inevitable de toda competencia democrática. Convertirla en predicción de “violencia” rebaja el debate público y, paradójicamente, debilita aquello que se dice proteger, que es la confianza en las reglas. No somos una república de cristal que se quiebra ante la crítica áspera. Somos, o deberíamos ser, una democracia robusta donde las instituciones resisten el cuestionamiento sin dramatizar cada desacuerdo como amenaza existencial.
El núcleo lógico de ese discurso es sumamente frágil. Se intenta probar imparcialidad listando deberes legales como cuidar los votos de 2022, declarar al ganador y fiscalizar el proceso. Este inventario de obligaciones básicas no demuestra neutralidad en controversias actuales. Es como si un árbitro de fútbol afirmara su imparcialidad porque cronometró correctamente los noventa minutos. Cumplir el reglamento no es prueba de ecuanimidad en decisiones discrecionales subsecuentes.
Más preocupante es la tutela discursiva. Cuando se afirma que “el foco no debe estar en el presidente, sino en las candidaturas”, se pretende gestionar la agenda pública. ¡Qué osadía por favor! Como si el TSE tuviera potestad para decidir qué merece la atención ciudadana y qué no. Esa presunción de tutela intelectual sobre la polis revela más sobre la confusión de roles del Tribunal que mil críticas presidenciales. El TSE administra procesos, interpreta la normativa, resuelve impugnaciones. No decide “de qué se habla” en el espacio público. Un juez electoral que dicta el tema del día deja de ser árbitro y se aproxima a un editor moral de la República.
La interpelación directa al presidente, imputándole “faltar a la verdad” y asociándolo a un riesgo para la estabilidad, cruza muy peligrosamente otra línea. La autoridad electoral puede desmentir hechos y publicar datos con lenguaje despersonalizado y técnico. Lo que no puede hacer sin quedar comprometida es adjetivar moralmente al primer mandatario electo y atribuirle intenciones desestabilizadoras. Ese tránsito de lo técnico a lo valorativo es el umbral de la beligerancia.
Este desliz de la señora magistrada no es menor. Los teóricos de la erosión democrática como Levitsky y Ziblatt han mostrado que la estabilidad democrática descansa en la autorrestricción de actores con poder, incluida la capacidad de resistir provocaciones sin sobrerreaccionar. El arbitraje electoral se legitima por su distancia, no por su intensidad retórica. Cuando el órgano entra a la contienda con una “respuesta ejemplarizante”, pierde la única mística que lo sostiene, que es la equidistancia. Como enseñó Juan J. Linz, las democracias sobreviven menos por las reglas escritas que por las actitudes y hábitos que impiden que las reglas se usen como armas.
La apelación al “sagrado” de las urnas no convierte al TSE en seminario ni a la presidenta en predicadora. Si el voto es sagrado, y lo es, el primer deber del custodio es la sobriedad, no el sermón dominical. La autoridad no se declama, se ejerce. Guillermo O’Donnell, una de las mentes que mejor entendió la fragilidad de nuestras democracias, lo colocó con claridad al hablar de la “accountability horizontal”. Los órganos de control no se autoeximen del escrutinio ciudadano ni son depositarios de una superioridad moral. Rinden cuentas con sus decisiones, con su razonamiento jurídico y con su prudencia pública. Si elevan la voz para corregir a otro poder, lo hacen con criterios verificables, no con reprimendas.
La defensa biográfica tampoco ayuda. Se recuerda que los magistrados, como cualquier ciudadano, tuvieron vida política previa. Cierto y legítimo. El punto no es la biografía, sino la apariencia de imparcialidad en decisiones concretas. Un juez puede haber sido abogado de parte, pero si llega un caso de su antiguo cliente, se excusa. La neutralidad es forma y fondo. La forma evita que el fondo sea sospechoso, y esto lo deberían tener sobremanera claro los magistrados del TSE.
Y por cierto, invocar a los “1.400 funcionarios probos” como blindaje ético es el argumento más endeble del arsenal. Apelar al número de personas en una institución para probar su rectitud es como argumentar que un ejército es virtuoso porque cuenta con muchos soldados. La probidad se mide en actos, no en nóminas. La historia está repleta de instituciones numerosas y profesionales que actuaron corporativamente de manera sesgada.
Queda la asimetría de origen. El presidente es el único funcionario electo por sufragio directo de toda la nación. La presidenta del TSE y sus colegas provienen de un circuito de nombramiento institucional diseñado precisamente para garantizar independencia técnica. La asimetría no implica subordinación jerárquica, pero sí diferencia en el tipo de representatividad. Ambas son legítimas, pero cumplen funciones muy distintas. Uno gobierna con mandato popular, los otros arbitran con mandato técnico-constitucional. Pedirle al presidente que baje el tono es parte de la conversación democrática. Hacerlo desde el púlpito del árbitro, personalizando y magnificando el riesgo, fue un error de Estado.
Seguramente alguien por allí dirá que el TSE “debía defenderse”. ¡No de ese modo! Existían tres rutas sobrias y efectivas. La primera, un comunicado técnico despersonalizado con cronología y datos verificables. La segunda, una conferencia de prensa con preguntas y respuestas, sin adjetivos y con documentos a la vista. La tercera, el silencio institucional que, lejos de ser debilidad, es disciplina republicana en tiempos encendidos. Ninguna de las tres erosiona autoridad. Las tres la consolidan.
También se dirá que “alguien tenía que poner límites”. En democracia, los límites se ponen con resoluciones, no con reprensiones. Para eso existe el procedimiento, la motivación, la impugnación. Un discurso puede ganar aplausos inmediatos. Una resolución bien fundada gana legitimidad durable. Y la legitimidad es el único capital que un árbitro no debe dilapidar.
El efecto de la alocución es adverso y previsible. A partir de ahora, cada decisión del TSE será leída en clave política, no solo jurídica. No por “paranoia presidencial”, sino porque el propio Tribunal decidió entrar en la cancha. Quien abraza el escenario ya no puede reclamar invisibilidad. Y la invisibilidad estratégica no es timidez sino disciplina institucional, el único blindaje que protege a los árbitros en democracias maduras.
Quienes amamos la democracia costarricense queremos un TSE fuerte. Por eso pedimos menos sermón y más resolución, menos alarma y más prueba, menos personalización y más método. El ciudadano reconoce la autoridad cuando lo tratan como adulto, donde hay hechos, fechas, criterios y consecuencias. La virtud institucional no se proclama a los cuatro vientos, se verifica.
No escribo esto para absolver al presidente de sus excesos retóricos. En política, la prudencia es una forma de inteligencia y la firmeza no exige decibeles altos. La investidura presidencial también exige mesura, especialmente cuando se dirige contra instituciones del Estado. Pero dos errores no se corrigen mutuamente. Que el presidente se exceda no autoriza al TSE a abandonar su rol arbitral. Ambos deben regresar a sus carriles.
Lo escribo porque el árbitro no puede de ninguna manera ser parte. Porque si el órgano electoral adopta el tono del adversario al que pretende corregir, el país pierde el único referente capaz de enfriar los conflictos. Y cuando todos se calientan al mismo tiempo, la democracia se vuelve exactamente eso que el discurso dice temer, un lugar donde la paz se usa como reproche y no como método.
La salida a este asunto es sencilla y exigente. Volver al carril técnico, hablar con resoluciones, corregir con datos, responder con jurisprudencia, cuidar el lenguaje y, sobre todo, evitar la tentación del púlpito. El día que el TSE entienda que su autoridad no se defiende con discursos grandilocuentes sino con resoluciones impecables, habrá recuperado en silencio lo que un aplauso fácil jamás le devolverá. Mientras tanto, Costa Rica observa con preocupación cómo uno de sus árbitros más respetados cambió su toga por un megáfono. Y ese trueque, créanme, la historia no lo celebrará.
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El autor es politólogo, académico universitario y exdirector de Desarrollo Estratégico Institucional de la Asamblea Legislativa de Costa Rica.