Con dolor, el país ha visto cómo el suicidio se ha convertido en un hecho común, trayendo desconsuelo a familias, causando conmoción en la sociedad y un sentimiento, por qué no decirlo, de impotencia.
Según datos del Organismo de Investigación Judicial, desde el 2015, el suicidio es la tercera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 19 años de edad. Esta situación provoca un impacto mucho más difícil de describir cuando vemos a la juventud sumida en esta tragedia.
Asimismo, datos de la Organización Mundial de la Salud revelan que la tasa de suicidios ha aumentado en el país. Se indica un número de 7,9 fallecimientos por cada 100 mil habitantes.
Este flagelo que golpea a la humanidad (se tiene el dato de que 800 mil personas se quitan la vida por año en el mundo) y del cual nuestra nación no escapa, debe llevarnos a incrementar todos los esfuerzos para cuidar a las personas, para no ser indiferentes a situaciones que nuestros vecinos, más aún, que nuestros hermanos están pasando. Nadie debe sentirse solo y nadie debe callar ante un problema que le afecta y de frente al cual necesita ayuda.
En una sociedad, que muchas veces privilegia el tener, el poder y el placer, y descarta a quienes no ingresen dentro de esta “escala de valores”, debemos poner más atención para que nadie se sienta fuera de lugar, ni sus situaciones alcancen tal grado de desmotivación como para no apreciar la propia vida. Y sabemos que muchos datos, respecto al suicidio, no son reportados de manera oficial.
La misma Organización Mundial de la Salud desvela que múltiples factores que interactúan entre sí, como los sociales, psicológicos, culturales y otros, pueden llevar a que una persona tenga cierto comportamiento suicida.
Como hermanos todos, hechos a imagen y semejanza de Dios, en medio de la vorágine que se presenta en el mundo actual, debemos volver nuestra mirada a lo elemental de la vida, a gustar del sentido de la existencia que, para los creyentes, sabemos recibimos de Dios mismo.
Es precisamente el amor de Dios, que no excluye a nadie y que, por el contrario, alcanza a todos, el que debemos testimoniar con nuestras actitudes y acciones.
Desde este espacio, les transmito un mensaje de esperanza: vale la pena vivir. Vale la pena luchar y enfrentar las vicisitudes, buscar ayuda cuando la ocupamos, aprovechar las oportunidades, acompañarnos y compartir con los demás. Se nos ha dado el don de la vida para cuidarlo, para que podamos crecer y aspirar a los más altos valores.
Por eso, la responsabilidad es de todos, para cuidarnos y apoyarnos entre todos, para que en las comunidades no seamos indiferentes y para que podamos darnos la mano.
Y también, cabe decir que la Iglesia ora por quienes han atentado contra su vida (Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 2283), con la conciencia de que Dios tiene caminos que sólo él conoce para ofrecer la salvación.
Pidamos a Dios que nos dé la gracia, la fuerza y la esperanza, para que apreciemos el don maravilloso de nuestras vidas y la de los demás.
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