La Constitución de los Estados Unidos de América es la más antigua del sistema democrático que contempla la figura del presidente y el poder ejecutivo, por lo que ha servido de inspiración para decenas de constituciones más alrededor del mundo.
Es precisamente ese título el que otorga a los Estados Unidos una mayor responsabilidad moral en cuanto al proceso de las elecciones presidenciales, incluyendo la postulación de los candidatos y su legitimidad. Por algo el gobierno de ese país es la máxima autoridad en reconocimiento de elecciones a nivel mundial.
Si nos ubicamos en el contexto de la presente campaña, y hacemos un análisis de los candidatos, hay un escenario que puede poner en duda la validez del proceso, al menos desde un punto de vista democrático.
En el caso de Donald Trump, ha sido el candidato más cuestionado que se haya visto en la historia de la política estadounidense. Los desprestigios vienen de distintas formas, desde rumores que se publican en tabloides de supuestos actos deshonestos, pasando por investigaciones federales, juicios (incluyendo uno que llegó a condena), y hasta atentados contra su vida. Pero a pesar de los obstáculos, el magnate ha logrado mantenerse como el candidato legítimo del Partido Republicano, ganando las primarias en casi la totalidad de los estados y territorios. Por lo que no cabe duda de que él merece estar ahí.
Sin embargo, en la acera del frente, las cosas no son tan claras. La Constitución permite la reelección consecutiva del presidente (y no consecutiva en caso de no lograrlo anteriormente), por lo que ya es tradición que el presidente sin mucho esfuerzo se consolide como el candidato de su partido para la siguiente votación. Es decir, en noviembre de 2020, ya todos sabíamos que Joe Biden sería el candidato por el Partido Demócrata en 2024. Y efectivamente, el presidente Biden se postuló como precandidato en 2023, fue admitido en la papeleta de todos los estados y territorios, y ganó la primaria en todos ellos, excepto en América Samoa. Pero actualmente él no es el candidato demócrata. ¿Entonces qué fue lo que pasó?
Pues hubo un golpe de estado técnico. Aunque la Constitución de los Estados Unidos de América no especifica el proceso para la nominación de un candidato, lo cierto es que cualquier trámite en el ámbito electoral debe ser democrático, y en el caso de la nominación de Kamala Harris, ese requisito no se cumple a cabalidad.
Los demócratas registrados que participaron en las primarias fueron claros en su deseo: queremos que Joe Biden sea nuestro candidato para presidente, nadie más. La última primaria fue el 8 de junio de 2024, para entonces Biden ya tenía más de tres años de ser presidente, ya había ocurrido el desastre de la salida de los militares de Afganistán, ya se había caído dos veces en las escaleras del avión presidencial, más una tercera en la Academia Naval, ya había confundido Egipto con México, ya se veía desorientado en la cumbre del G7, la frontera sur siempre fue caótica durante su mandato, ya el médico presidencial había publicado que Biden tenía fallos mentales, y el fiscal especial Robert Hur ya había indicado que el presidente era “un anciano con mala memoria”, más un montón de incoherencias y lagunazos en los diálogos del señor. Es decir, no había sorpresa, ya se sabía en qué condiciones estaba el presidente, tanto físicas como mentales, y aun así los demócratas votaron para que él fuera su candidato. Incluyendo políticos de alto perfil como Nancy Pelosi quién siempre sostuvo (hasta ese momento) que el presidente tenía la lucidez, la capacidad para ser el candidato demócrata, y ser reelecto como presidente.
Pero todo cambió radicalmente en la noche del 27 de junio, el debate televisado de CNN. Nunca en la historia de los Estados Unidos se había realizado un debate presidencial antes de cualquier convención. Oficialmente, Donald Trump ni Joe Biden aún habían sido nominados, apenas eran precandidatos. Tal prontitud da la sensación de que alguien tenía prisa de deshacerse de un problema. Esa sin duda fue una “zancadilla”.
El pésimo desempeño del presidente de turno en el debate no solamente causó pena ajena entre los televidentes, también desató una crisis en Washington. Las voces que demandaban la salida de Biden se escuchaban con más fuerza cada día que transcurría. Luego vendría un “bastonazo” por medio de la nota del Consejo Editorial del New York Times, el diario más influyente de Estados Unidos y de reconocida línea progresista. En dicha nota publicada al día siguiente del debate, de forma estimada pero clara; le piden al presidente que se retirara de la contienda. A partir de ahí, los demás medios de izquierda pasaron de ser propagandistas de Biden, en los peores detractores de él. Lo que no criticaron en más de tres años de administración demócrata, repentinamente lo descargaron en pocos días, y con furia.
Luego el 2 de julio, la férrea defensora de Biden, la congresista Nancy Pelosi da un giro de 180 grados al emitir una nefasta sentencia política, aceptando que cuestionar la salud mental del presidente ‘es una pregunta legítima’. Ahí pasa de ser una presión meramente mediática, a una presión a lo interno del Partido Demócrata.
Días después, el Washington Post publicó la noticia de que el expresidente Barack Obama manifestó su preocupación a varios de sus aliados en el partido, diciendo que “el camino a la victoria se ha diluido bastante”, y que el presidente “debe considerar seriamente la viabilidad de su propia candidatura”. Eso ya fue una puñalada al mejor estilo de conspiración de senado romano.
Al final, Joe Biden sucumbe por las heridas, y desiste de la reelección. A pesar de las traiciones y la vorágine de los medios, la renuncia podría verse como un acto de sana democracia. De todas formas ¿cuál es el común denominador de los regímenes autoritarios? – La perpetuidad en el poder. Pero lo que vendría inmediatamente después, opaca el espíritu democrático.
Tanto los Clinton como otros altos perfiles del partido se adelantan a dar la adhesión a Kamala Harris como candidata sustituta. Lo cual está bien, siempre y cuando se les dé oportunidad a otros de competir. Pero eso nunca sucedió. El Partido Demócrata impidió que otros políticos se postularan en su convención nacional. Sin rival alguno, Harris logra la nominación, que más bien pareció una coronación. El golpe de estado ha sido consumado.
El trámite que hizo el Partido Demócrata para nominar a su candidata fue tan transparente como las elecciones venezolanas. La voluntad de los demócratas plasmada a través del sufragio y del cabildo durante las primarias, fue obscenamente transgredida. Si tropicalizamos el escenario, eso sería como que Óscar Arias Sánchez ganara la convención abierta del PLN, pero al final el directorio postula a Andrea Álvarez Marín como su candidata presidencial, sin convocar a otros.
Toda esta situación en el país norteamericano evidencia que hay fuerzas más poderosas que la decisión soberana de la mayoría, y que el sistema electoral de Estados Unidos es obsoleto, vulnerable, y requiere reformas para mejorarlo, en aras de proteger el espíritu democrático que plasmaron los Padres Fundadores en la Constitución de 1786, que a la vez les permitiría mantener la autoridad moral ante el resto de las democracias presidencialistas del mundo.