Hay momentos en que la verdad no hiere, simplemente revela. Y cuando revela, incomoda. Mi artículo anterior en este mismo medio lo dejó claro. Algunos ni siquiera leyeron una línea, pero corrieron a gritar porque el título los tocó donde más duele. No reaccionaron al análisis, reaccionaron al espejo. Y el espejo, cuando exhibe el desgaste de un viejo orden que se desvanece, jamás es bienvenido por quienes vivieron de él durante décadas.
Costa Rica atraviesa una transformación profunda. No es un accidente ni un arrebato. Es el punto de quiebre de un sistema que se sostuvo demasiado tiempo sobre inercias, pactos implícitos y privilegios heredados. La era de los partidos tradicionales no terminó por decreto, terminó porque dejó de responder a las necesidades del país. Nietzsche lo resumió con precisión al afirmar que quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo. El problema es que el porqué de ese viejo orden se agotó.
Durante más de cuarenta años el bipartidismo administró el Estado como si fuera un latifundio que se heredaba por costumbre y no por mérito. El Partido Liberación Nacional y la Unidad Social Cristiana construyeron una alternancia que ya no variaba nada, porque los actores eran los de siempre y las decisiones descansaban en las mismas élites. Luego el Partido Acción Ciudadana irrumpió con un discurso moralista que prometió renovación, pero terminó atrapado en las iguales redes internas, con instituciones paralizadas, obras detenidas, sindicatos dominando ministerios y una administración pública más lenta y menos útil para la ciudadanía.
El resultado fue un Estado hipertrofiado y fragmentado, capturado por círculos de poder que no rendían cuentas a nadie. Un país con cientos de órganos desconcentrados, duplicidades absurdas, estructuras administrativas que crecieron sin control y direcciones institucionales que funcionaban como feudos privados. Ese deterioro silencioso minó la eficiencia, la confianza y la gobernabilidad.
Ese fue el país que heredó el actual gobierno. Y ese contexto es indispensable para entender por qué hoy hay tanta resistencia de unos pocos. El sistema que antes funcionaba como un reloj oxidado, pero predecible, comenzó a moverse. Y cuando algo se mueve después de estar detenido años, hay quienes sienten vértigo. La ciencia política describe este fenómeno como una ruptura del equilibrio tradicional entre élites y ciudadanía. Las encuestas lo confirman con exactitud. Liberación Nacional no logra levantar cabeza, la Unidad Social Cristiana subsiste por inercia y el PAC fue enterrado en las urnas. La ciudadanía no destruyó estos partidos, fueron ellos quienes se apagaron al perder contacto con la realidad.
La reacción de muchos detractores ha dejado de ser ideológica para volverse psicológica. Cuando un grupo pierde poder recurre a mecanismos conocidos. Primero, la negación que insiste en que nada ha cambiado. Luego la disonancia cognitiva que rechaza cualquier evidencia que contradiga su identidad política. Finalmente, el refugio en comunidades cerradas donde se repiten entre ellos las mismas ideas para darse la ilusión de que aún representan a alguien más que a sí mismos. Son mecanismos ampliamente documentados por la psicología política y se activan cada vez que un viejo orden siente que se le acaba el tiempo.
Maquiavelo lo anticipó hace cinco siglos. No hay proyecto más difícil que iniciar un nuevo orden porque el reformador tiene por enemigos a todos los que se beneficiaban del viejo sistema. Lo que vemos hoy en Costa Rica encaja en esa lógica. Las élites desplazadas no defienden principios, defienden privilegios. No discuten reformas, discuten poder. No es una defensa moral, es miedo a perder relevancia en una nación que decidió cambiar sin pedirles permiso.
A esa reacción se suma algo más grave, el uso del lawfare, es decir, la instrumentalización del derecho y de los procedimientos institucionales con fines políticos. Procedimientos administrativos convertidos en armas, denuncias sin sustento, presiones disfrazadas de legalidad y un intento sistemático por desgastar al Poder Ejecutivo mediante obstáculos burocráticos. No es defensa del Estado de derecho, es manipulación del Estado para frenar un proceso que ya no controlan. Hannah Arendt advirtió que cuando una estructura de poder se derrumba quienes vivieron de ella recurren al ruido, la manipulación y la distorsión para impedir que la realidad avance sin ellos.
Mientras tanto Costa Rica avanza. Los datos oficiales del Banco Central muestran una mejora en la trayectoria de la deuda como porcentaje del PIB. Los informes del Ministerio de Comercio Exterior muestran un dinamismo notable en la inversión extranjera directa. La ejecución de obra pública, según el Ministerio de Obras Públicas y Transportes, empezó a superar la inercia de los últimos gobiernos. La modernización regulatoria, esperada por años, comenzó a ejecutarse y se enfrentaron intereses enquistados en instituciones que operaban como pequeños reinos.
Desde luego, como todo proceso de transformación institucional, esta etapa no está exenta de tensiones, errores de implementación ni decisiones discutibles. Hay medidas que pueden y deben ser objeto de crítica rigurosa y los desafíos sociales siguen siendo enormes. Pero nada de eso borra el hecho central, la dirección del cambio y su carácter irreversible se hacen visibles cuando se observa el realineamiento electoral, la recomposición de las preferencias ciudadanas y el desmoronamiento agónico de la vieja coalición dominante.
Estas transformaciones afectan intereses concretos. Redes internas acostumbradas a decidir desde las sombras, sindicatos que convertían a las instituciones en trincheras políticas, medios que se creían árbitros exclusivos del debate público. Todos ellos sienten que la narrativa ya no les pertenece y reaccionan con enojo patológico porque ya no son dueños del micrófono nacional.
En este punto conviene hacer una aclaración. No hablo de quienes, con buena fe, critican decisiones específicas del gobierno o señalan errores puntuales. Esa crítica es necesaria en toda democracia y debe mantenerse. La referencia directa es a quienes han hecho del ataque sistemático su modo de supervivencia política, a los que nunca reconocen un solo avance, a los que necesitan que todo esté mal para justificar su utópico regreso.
Es revelador que esos detractores no discutan los datos. No desmontan cifras, no rebaten argumentos, no presentan alternativas. Su agenda se limita a ataques personales, caricaturas, memes, burlas y rumores. Es la conducta inmoral clásica de quien no tiene cómo debatir la realidad. El país se mueve. Ellos tratan de impedir que el movimiento los deje atrás.
Costa Rica vive un proceso político irreversible. No importa cuántos mecanismos utilicen para frenar el cambio, cuántos titulares fabricados publiquen o cuántos procedimientos administrativos o judiciales diseñen para desgastar. El país decidió tomar un rumbo distinto. Los viejos partidos ya no dictan la dirección. Los medios que los protegían ya no moldean la opinión pública como antes. Las instituciones capturadas ya no operan sin escrutinio. Y la ciudadanía no está dispuesta a volver al pasado.
Este no es un conflicto entre izquierda y derecha. Es un conflicto entre un país que despertó y una clase política que se niega a aceptar su final. Es una transición histórica que no necesita permiso de quienes añoran la comodidad de un sistema que ya no existe. Y por más ruido que hagan, por más resistencia que opongan, por más discursos que reciten, el cambio ya está en marcha.
Esa casta política y mediática, esa coalición de élites tradicionales que gobernó por más de cuarenta años, no resolverá los problemas que creó. La ciudadanía lo sabe. Costa Rica lo siente. La era de los partidos tradicionales terminó. Y les duela o no, el nuevo orden político seguirá consolidándose en los próximos años.
El cambio no pide permiso. El cambio avanza. Y Costa Rica avanza con él.
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El autor es politólogo, académico universitario y exdirector del Departamento de Desarrollo Estratégico Institucional de la Asamblea Legislativa de Costa Rica.