Hace meses tratamos la vorágine de violencia (La crisis de inseguridad, Diario Extra). La perspectiva indica un escenario de pesadilla. A su vez referimos la disfunción familiar, pues constituye un factor causal. Sobre esto, recalco, no es que la violencia infantil en el pasado de una persona justifique sus acciones criminales, ni tampoco que automáticamente conduzca a ello, no obstante, sujetos con una infancia de abusos suelen ser más propensos a optar por el delito, por las adicciones, y por el suicidio (también en alza). En todo caso, más allá del sujeto que decide su actuar en un contexto dado, las instituciones tienen su propio deber en aras de librar a todos de ese mal. Ahora profundizaremos. Entre los sub-factores están la permanencia de concepciones atávicas (el cáncer conservador), así como una errónea y dañina crítica cultural (el cáncer “progre”).
El cáncer conservador
Las visiones anquilosadas impiden el cambio. Las familias agreden a sus hijos (probado por las estadísticas), en unos casos, mientras en otros se desentienden de su formación (o lo hacen pobremente); siendo ambos patrones causales de la conducta antisocial. Por tanto, la familia no puede seguir siendo igual. Sin embargo, lamentablemente, para los conservadores la autoridad paterna no debe discutirse porque proviene de Dios, los destinos humanos están escritos por la Gracia (¿También lo fue el Holocausto? ¿Lo fue la esclavitud?), etc. De tal manera vemos la permanencia de ideas medievales que legitiman la violencia, imaginarios antiguos según los cuales nada debe cambiar. En contraste la modernidad, según la describe Max Horkheimer, postuló que las circunstancias bajo las que vivimos pueden cambiarse si se modifican las variables sociales que las configuran. Desde luego, en este artículo se admite que las sociedades pueden mejorar (o empeorar), pero no se acepta que todo lo humano sea mera construcción cultural (clausurar la discusión filosófica, dando por hecho que el ser humano es tan solo un fruto histórico, ha sido dañino).
Aunque hace algún tiempo realizaron una marcha contra el aborto, la ideología de género, y “en pro de la familia”; con claridad el particular flagelo de la violencia infantil no se resuelve con ello (no se analizan aquí todos esos tópicos). En contraste con la última de estas posturas, la mayoría de las agresiones ocurren justamente en la familia, porque el perpetrador usa la confianza, el poder y la impunidad brindadas por el parentesco, factores de los cuales suele carecer un agresor externo.
Sin duda la familia debió modificarse, en términos de ser un mejor espacio. Ya no se hizo y las consecuencias son evidentes. En consonancia, de modo somero trataremos las vías frustradas, las tareas incumplidas y las consecuencias. Para el caso local, fracasaron las artes y la literatura (lo poquísimo que hay está bajo hegemonía conservadora), esto en su labor de ejercer crítica (no en vano Mario Vargas Llosa defiende en Literatura y política el valor de la literatura para imaginar mundos distintos). No es que las artes y la literatura sean mesiánicas y resuelvan las vicisitudes sociales, pero ayudan a pensar la realidad y a cuestionarla, ese representa un primer paso (aunque sea solo de mentalidad) si se busca cambiar. Otro sendero infructuoso (obviamente mucho más directo) fue el institucional, pues el MEP y el PANI colapsaron hace años y son incapaces de proteger a la infancia.
Más aun, las vías fracasadas pasan por las familias de carne y hueso, que se resisten a cambiar aun cuando cuentan con información, muy a menudo bajo la sombra del tradicionalismo. Saben que hay abusos a lo interno, sin embargo, no denuncian, todo para mantener “la unidad familiar”. Visualizan que la consulta psicológica puede ser una solución, pero la evaden porque prefieren dejarse llevar por prejuicios (el conservadurismo religioso siempre ha mirado con recelo a la psicología). Y peor aún, sabiendo de la crisis proponen como “remedio” más autoritarismo parental, más tradicionalismo, etc. Resulta pasmoso que ante el actual estado de cosas algunos propongan como “soluciones” la llamada “formación en valores” (que en la práctica se materializa como consejería de bolsillo), los castigos tradicionales (tan improductivos con los hijos adolescentes), y volver a una supuesta “edad dorada” de antaño (una rotunda estupidez, porque la familia de los cuarenta o los cincuenta era en sumo agresiva y neurótica, cualquier adulto mayor sincero y realista les puede informar al respecto).
También hay tareas incumplidas. Inculcar que la violencia contra niños y adolescentes no puede aceptarse, que debe enseñarse a dialogar y a resolver conflictos de buena forma, que no debe haber paternidades ausentes, que la familia debe conocer la realidad y preparar para un mundo repleto de desafíos y amenazas, que vivir en sociedad implica tanto derechos como deberes, etc. No se cumplió. Y hoy vemos las consecuencias, con cifras in cressendo de violencia intrafamiliar, generando criminalidad ahora y a futuro. Además, tenemos niños a quienes “cría” la calle o la televisión (en los noventas un adolescente bien podía aprender ética viendo alguna fábula de animé y no de un padre tonto y abandónico o de una madre obsoleta e incapaz de ayudar, hoy la situación es muchísimo peor pues en la TV reinan las narconovelas y el reguetón). Y contamos con grupos de padres cuya propuesta radica en enviar a sus hijos a convivencias estudiantiles religiosas, sobre todo cuando ven el asunto saliéndose de control (por ejemplo, las hormonas, las bajas notas, y las peleas). En esas actividades no se solucionan los conflictos familiares y escolares, sino que se siembra culpa a mansalva.