
*
Las campañas electorales a menudo se sustentan en una suerte de hiperoje política: la temeraria convicción de que la decisión en la urna tiene más relevancia de la que realmente tiene. Este proceso surte efecto a partir de un patrón expresivo, digamos, un truco estético, en el que se plantea un contraste entre las expectativas del voto y el contexto desde el cual se afirma. Es decir, creemos que votar por tal o cual candidato constituye una decisión importantísima en la medida en que le atribuimos (al voto) la capacidad de transformar efectivamente la apariencia de nuestro contexto. En este proceso la estadística (que se han constituido en elemento ideológico/ideologizante poderosísimo) acaba siendo una especie de sucedáneo racional de la demonología, y es capaz de crear atmósferas que oscilan entre el optimismo exultante y el más lóbrego fatalismo.
En todo caso, yo entendí que la elección de un presidente costarricense es una fruslería el día en que fui consciente de que el Imperio Romano hubiera caído aún con Séneca de emperador. Y creo, como Álvaro Mutis, que deberíamos estar más preocupados por la caída de Bizancio que por la geopolítica del horror, ya que todos llevamos adentro un imperio a punto de extinguirse.
**
Hoy está de moda cierto historicismo electoral: el país echa mano de lo que ocurrió hace cuatro años para tratar de entender lo que ocurre ahora. Y yo no soy la excepción:
En el 2014 veníamos de dos administraciones (Arias y Chinchilla) identificadas como de derecha, y quizás por eso, surgió la figura de un redentor de izquierda (José María Villalta). Ahora, en medio de un gobierno al que, a menudo, se le califica de izquierda (lo sea o no), han aparecido Juan Diego Castro y Fabricio Alvarado como redentores de derecha. Es decir, pareciera que el sistema electoral costarricense elude la volatilidad ideológica mediante la fabricación, acaso espontánea, de salvadores/demonios o, lo que es igual, operadores electorales.
Ante el escenario que se abre nos queda algo claro: en Costa Rica hay esperanza, pues siempre podemos estar peor.
***
“El sector cultura”, leo en mi Facebook, “está con Carlos Alvarado”. Es casi mediodía y, mientras intento preparar el almuerzo, pienso que la mayoría de quienes apoyan a PAC desde el sector cultura (sea lo que sea que eso signifique), de fijo, se imaginan un gobierno compuesto, exclusivamente, por ministros de cultura que organizan un FIA cada mes y declaran el Aquileo Echeverría universal, solidario, gratuito y obligatorio.
El otro Alvarado, el que le canta a Dios en vez de al ello, aparece en un video que me mandan por Whatsapp. “¿Por qué todos los predicadores panderetas hablan con acento hondureño?”, pienso. Según la encuesta del CIEP, ese Alvarado, el pandereta, empata con Castro. Y por supuesto, la encuesta del CIEP, al igual que hace cuatro años, favorece al PAC: el electorado responde al operador electoral (redentor/demonio) y vota por “el menos malo”, “el de la vía costarricense”, “el candidato de centro”.
Pero yo no puedo votar por alguien que no tiene dos dedos de frente y que, por si fuera poco, es tan cabezón que no le cabe el sombrero de Ottón Solís (¿alguien puede ser más cabezón que Ottón?) Además, este país no requiere al “menos malo”, sino a alquilen que sea capaz de hacer esas cosas malas que son necesarias: un presidente, por definición, tiene que caer mal.
Por otro lado, resulta llamativo que estas elecciones, básicamente, sean un plebiscito respecto a los límites del reconocimiento afectivo (en la figura del matrimonio). Ciertamente existe toda una tradición teórica que analiza el capitalismo desde esa perspectiva. Pero, como apunta Nancy Fraser en su polémica con Honneth, hay que recordar que el matrimonio nunca ha estado regido por el afecto. La sociedad burguesa generó el ideal del matrimonio armonioso como un cielo en el mundo sin corazón del capitalismo emergente, sin embargo, arguye Fraser, “en vez de eliminar las funciones económicas de la institución, el efecto fue más bien mistificarlas, en gran medida en detrimento de las mujeres”.
Y pese a que buena parte de la progresía de cuarto quintil haya convertido a Ana Helena Chacón en una suerte de virgen secularizada, no podemos olvidar que los líderes que abogan por el matrimonio igualitario, mayoritariamente, son hombres.
*****
A menudo tengo la impresión de que la modernidad de la que habla Bauman, más que líquida, es elástica. Que las instituciones (e incluso el individuo) no son un líquido en un vaso que se encuentra a merced de cualquier empujón, sino un sólido (o un fluido totalmente confinado) que se mueve y se deforma como respuesta ante el ejercicio de una o varias fuerzas. Que no se trata solamente de algo flexible y susceptible de adoptar el molde político o social que lo contiene. Que se moldean, sí, pero que también ejercen resistencia, se deforman e, inevitablemente, propenden al estado inicial.
Y esa impresión se debe, quizás, al hecho de que en esta parte del mundo la nostalgia, el restauracionismo, continúa siendo el motor de la historia, y por lo tanto, la base del Estado Social de Despecho: ese aferrarse a cierto modelo de institucionalidad, pese a la evidencia de su deterioro, como si las instituciones fueran fines en sí mismos.
Personas que carecen de sensibilidad para los mitos de la naturaleza se entregan una y otra vez a mitos sociales de índole nacionalista. Algo así decía Norbert Elias. Y me atrevería a decir que en Costa Rica, por su parte, la ausencia de un auténtico culto a los próceres se sustituye, por un lado, con la veneración de batracios y tucanes, y por el otro, mediante el culto a ciertas instituciones del Estado. En Costa Rica el Estado es un papá con tetas, como Robert De Niro en Meet The Fuckers. Y por supuesto, las instituciones son un breastfeeding device for dads. Es decir, nuestra relación con el Estado está mediada, a un mismo tiempo, por el complejo de Telémaco y el de Edipo.
La socialdemocracia provocó generaciones y generaciones de pendejos limosneros que, no solo esperan que el Estado les resuelva todo, sino que, además, tienen el descaro de parir como conejos. Y voy más allá: la socialdemocracia y la abolición del ejército nos estropearon. Solo eso puede explicar que un habitante de un lugar como este, donde lo único que ocurre desde tiempos inmemoriales es llover, se sienta tan atribulado por una elección presidencial y un aguacero que no acaba. Peor para quienes, como Carlos Alvarado y como yo, nacimos a inicios de los 80: tenemos la fragilidad, la cobardía, de un babyboomer, y las perspectivas de seguridad social propias de alguien que nació en tiempos de Tomás Guardia.
******
Hace cuatro años fui a votar con mi sobrino y le tomé una foto con una bandera del PAC. Por ese entonces él tenía 10 años. Ahora mi sobrino no vive en Costa Rica. Mi hermano (el papá de mi sobrino) salió del país porque la empresa donde estaba movió algunas de sus líneas de producción. Mi esposa y yo ya no tenemos el trabajo que teníamos en el 2014: la compañía donde ella breteaba cerró, y el organismo internacional donde yo estuve 7 años decidió irse.
El “bien común” es una entelequia. En una democracia liberal, madura, los ciudadanos votan de acuerdo con la alternativa que mejor represente sus intereses individuales. A punto de finalizar el gobierno de Luis Guillermo, puedo decir fríamente que, de acuerdo con mi experiencia vital, esa alternativa ya no es un gobierno del PAC.
—
Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, fotocopia de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr.