Guillermo O’Donnell decía, palabras más, palabras menos, que el sistema procura mantener las relaciones sociales de producción entre las diferentes clases sociales, aunque, a veces, esto afecte de manera negativa los intereses de las clases dominantes.
No es una gran novedad.
Lo que se deduce de la consideración de O’Donnell es que el capitalismo siempre gana. El fordismo, el Estado Benefactor, el wokismo rosa y el delirio de la descarbonización son buenos ejemplos de ello: constituyen elementos que, sí, a un nivel discursivo y efectivo se oponen a los intereses de una parte de los sectores dominantes, pero, al final de cuentas, no hacen más que fortalecer la dinámica de las relaciones sociales de producción vigentes en el capitalismo.
Pablo Rodas aseguraba que, en momentos de crisis, el capitalismo, además, produce espontáneamente válvulas de escape para encauzar la tensión social. Eso, según él, fueron las maquilas textiles del Triángulo Norte en los 80-90.
De nuevo: el capitalismo siempre gana.
Los productos culturales y las ideologías no escapan a este tipo de fenómenos: la estética de las vanguardias, aunque en un principio sea profundamente contestataria y subversiva, se incorpora a las estructuras burguesas y luego se neutraliza con edulcorantes. Así, entonces, queda desprovista de sus amenazantes estridencias y pasa a ser símbolo nacional, reciclaje, ideología.
Eso sucedió, por ejemplo, con el tango, el rock y el reguetón, que mudaron rápidamente del desenfado marginal a la rebeldía pasteurizada de los hijos de familias bien.
Eso sucedió, curiosamente, con José León Sánchez: el escritor maldito autoconvocado que salió de la chorpa para recibir la consideración de la intelectualidad hegemónica del PLN (hasta un viceministerio de Justicia le ofrecieron).
Y eso sucedió, desde luego, con el socialismo, que siempre regresa, ya sea como superchería retórica o como souvenir intelectual, sencillamente, porque el capitalismo no puede vivir sin su enemigo. O mejor dicho: porque el capitalismo no puede vivir sin el temor de que el fantasma de su enemigo aparezca de nuevo. Por eso en Europa, Estados Unidos y hasta en América Latina se ha reciclado, mediante una curiosa mezcla devoción y rencor, toda la vasta iconografía soviética y guerrillera.
Transitamos, con todo, por un momento muy confuso en lo que atañe a categorías políticas. Es decir, resulta, a todas luces, un ejercicio temerario hablar de ideologías en los mismos términos del siglo XX. Sucede que desde que la gente que simpatiza con el socialismo tiene mejores salarios que la gente, digamos, facha uno ya no sabe en qué parte de la derecha está la izquierda y en qué parte de la izquierda está la derecha.
La cultura de masas del pasado ha sustituido acontecimientos como las guerras, las elecciones, los movimientos subversivos en el tejido de la memoria generacional. Y tal vez por eso el mayor peligro para el futuro de nuestra cultura, precisamente, sea su propio pasado. Y bueno… sino que lo digan los furiosos progres que hoy critican la decisión del gobierno de no apoyar la candidatura al BID de esa expresidenta que, hasta no hace mucho, apenas era considerada como una hija predilecta de La Negrita que mandó a garrotear asegurados un 8 de noviembre del 2013.
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