Imaginemos a Carmen Lyra postrada en una cama, en un apartamento de Ciudad México, agonizando y soñando con la posibilidad de regresar a Costa Rica. Imaginemos, ahora, esta otra escena que cuenta Addy Salas en su libro de memorias: cada vez que pasa un avión, en medio de su agonía, Carmen Lyra levanta la mano, lo señala y sigue su trayectoria imaginaria con la mirada.
Estaba previsto que un vuelo la llevara clandestinamente desde México hasta Costa Rica. Pero no dio tiempo. La Niña Chabela murió como una mata trasplantada en ese apartamento, luego de haber salido huyendo tras el triunfo del papá de un señor por el que votaron, hace unos meses, muchos militantes del Frente Amplio.
La Guerra Civil del 48 supuso una desgarradura brutal en nuestra sociedad. Supuso, por decirlo de algún modo, un colapso de los mecanismos sociales del odio. Quienes nacimos en los 80, ciertamente, agarramos la cola de esa experiencia traumática. Pero, por entonces, no era raro que los militantes de izquierda sintieran un resentimiento furioso respecto al Ejército de Liberación Nacional. Y no era raro, además, que los abuelos figueristas colapsaran de horror ante la posibilidad de que el hijo de Calderón ganara las elecciones.
El asunto es que no solo las ganó, sino que, al cabo de cinco años, firmó un pacto con el hijo del señor que expulsó a Carmen Lyra y a los calderonistas del país. El hijo del señor que lo mandó a él, a Calderón Jr., a nacer en Nicaragua y a vivir sus primeros años en México.
Alguien podría pensar que Costa Rica, así, entraba a una edad agustiniana.
Cosa fácil es y natural odiar a los malos, pues que son malos; raro es y piadoso el amarlos porque son hombres.
Algo así decía San Agustín de Hipona sobre el perdón.
Pero lo cierto es que ni Calderón Jr. en los 90 ni los militantes del Frente Amplio que votaron, hace unos meses, por el hijo de quien proscribió el Partido Comunista estaban perdonando en un sentido agustiniano.
Aquello fue un simple cálculo de oportunidades.
Sucede que cuando la desgarradura se atenúa en los marcos de la posteridad y la conveniencia, resulta más sencillo hacerse el mae.
No importa que el “señor” haya desatado una persecución cruenta contra los perdedores de la guerra.
Y no importa que el hijo del “señor” haya garroteado a los docentes en el 95.
Lo importante, desde esa perspectiva, es mantener el statu quo, mantener intactos los privilegios simbólicos y los efectivos.
Otra cosa es el perdón…
Perdonar, al igual que todo acto magnánimo, constituye un aspecto del privilegio. Kolnai diría que entraña una imposibilidad lógica, en tanto no se puede establecer una ruptura entre el agente y sus acciones. Y las personas, según Kolnai, somos reductibles a nuestras acciones.
Para los familiares de los desaparecidos en Argentina resultaba muy trabajoso apoyar entusiastamente las leyes de obediencia y punto final de Alfonsín. Y si bien después de 1945 hubo ciertos perdones selectivos, lo cierto es que los Juicios de Nuremberg fueron cualquier cosa excepto una experiencia agustiniana del perdón. Lo mismo sucede con los acuerdos de paz en Colombia: solo un miserable puede condenar, digamos, a la madre de uno de los cientos de miles de muchachos asesinados por los terroristas de la FARC tan solo por haber votado al No en el plebiscito del 2016.
Hoy hace 15 años amanecimos con titulares exultantes: había ganado el Sí al TLC. Alguna vez consideré que el referéndum había implicado otra desgarradura para nuestra sociedad, una de proporciones cuarentayochescas. Pero después veo a La Nación defendiendo la “banca estatal” y veo a Ottón promoviendo a Laura Chinchilla y veo a los remanentes de Gente U y El Combo convertidos en inversionistas de Real State que citan a la hija de Desanti… Y, por supuesto, se me pasa…
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