En los setenta ya todo estaba muy claro: la promesa del Estado de Bienestar, la posibilidad de conciliar libertad individual y principios solidarios, sin más, se estrellaba fatalmente ante la certeza de que el pacto social no soportaba una crisis financiera motivada, entre otras cosas, por los procesos de descolonización de los países petroleros.
Eso lo entendieron muy bien los punk y fue, quizás, el mayor desencanto de la segunda mitad del siglo XX: para crecer al menos a 7% y garantizar elecciones libres, pleno empleo y salud pública era preciso tener colonias.
Y cuando decimos “colonias”, desde luego, decimos “colonos”, “colonizados” y, además, decimos “culpa”.
Dicho de otro modo: era necesario que los árabes y los negros y los indios siguieran componiendo un formidable Disney World donde insustanciales estudiantes universitarios de primer mundo expiaban sus culpas y pontificaban sobre la virtud del buen salvaje convertido en “hombre nuevo”.
Solo así en el mundo libre y desarrollado podían contar con pensiones robustas, ciudades seguras, museos suntuosos y programas de tele donde Leonard Bernstein presentaba a un joven y simpático Glenn Gould.
Es cierto que la desconfianza, al menos en la era contemporánea, había surgido desde antes, desde que los niños dejaron de ser súbditos para convertirse en trabajadores diminutamente libres que extraían hulla para los altos hornos industriales.
Y es cierto que sucedió algo semejante cuando los hijos de los héroes de la guerra contra los nazis fueron engañados por sus propios padres y murieron insanamente en las minas de Haiphong.
Y es cierto que pasó lo mismo en nuestra modesta historia: Quince Duncan cuenta que a los negros les prometieron pensiones para cuando se implantara el nuevo gobierno y les prometieron el ferrocarril y, sin embargo, todo siguió tan bien como lo estuvo ayer.
Y también es cierto que luego de la caída del Muro de Berlín, se suscitó una especie de social-liberalismo que reivindicaba, en clave chic, en clave libre mercado, todo aquello que los comunistas y los liberales nunca lograron darnos. Imperaba una suerte de optimismo de portada de revista y se huía de la Historia, en un sentido intrahistórico, mediante eslóganes y centros comerciales.
Pero, como dice Éric Sadin, para entonces, para fines de siglo XX, ya se había provocado una ruptura definitiva respecto de la palabra confianza y había surgido una grieta en el sentido más riguroso entre individuos y cuerpo social.
Entramos, así, al siglo nuevo imbuidos de una espesa sensación de desconfianza y resentimiento. Y con resentimiento me refiero a aquello que Scheler definió como una autointoxicación psíquica causada por una impotencia continuada que se traduce en una negación de la realidad.
Era el ámbito de la vida liviana y rabiosa.
De la transitoriedad y el desecho.
Con el smartphone, a partir del 2007, fuimos capaces de establecer una conexión espacio-temporal ininterrumpida, al menos, desde el punto de vista formal, teórico. Y, entonces, la desconfianza respecto a cuestiones como la gestión de la crisis del 2008, de repente, nos reventaba en el feed de nuestras redes sociales.
En todo momento.
En todo lugar.
Nos enterábamos de todo o, mejor dicho, creíamos enterarnos de todo.
De los mensajes de texto que enviaba el hijo de Gadafi cuando intentaba recuperar un país que colapsaba.
De las coordinaciones y convocatorias vía celular relativas a Occupy Wall Street y el 15-M.
Del desastre en Fukushima.
Y la desconfianza, naturalmente, siempre estaba allí.
Agigantándose.
Curiosamente ya llevamos casi un cuarto de siglo y aún no somos capaces de quitarnos el lastre milenarista del siglo XX. Seguimos diciendo que estamos en el dos mil veintitrés como decíamos dos mil uno o dos mil nueve.
¿Para cuándo vamos a decir, sin reparo alguno, año veintitrés o año veinticuatro?
Quizás no suceda pronto porque, quizás, seguimos pensando este siglo como una especie de nini cuyas categorías de pensamiento siguen recibiendo mesada del siglo XX.
Quizás no suceda pronto porque, quizás, no confiamos ni siquiera en nuestras propias nomenclaturas.
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