Ante la simple mención de la palabra “dictador”, casi siempre se nos presenta en la imaginación una estampa muy determinada: un Hitler, un Mussolini, un Stalin o un Saddam Hussein. Quizás alguien mencione a Mao Tse Tung, Fidel Castro o al general Pinochet. Algunos con mejor memoria pueden acordarse de Somoza, Duvalier o Trujillo, o de sujetos que bien pudieran haber sido personajes de caricatura a no ser por su insaciable crueldad, por ejemplo Kim Jong Un, Idi Amín o Pol Pot. Y quizás un puñado de costarricenses pueda comentar que hace cien años estaba por derrumbarse la última dictadura militar de nuestra nación, la de los hermanos Tinoco—tema central de mi reciente novela “Herida de Muerte”.
Pero al mencionarse un nombre controversial—el de Hugo Chávez o el de su sucesor Nicolás Maduro, por ejemplo—no tardan en saltar los que, por motivos ideológicos o por simple ingenuidad, argumenten en su defensa que estos no son dictadores por la simple razón de haber sido “democráticamente electos”… mientras curiosamente aplican la detestada etiqueta a gobernantes no menos electos, como Trump, Bolsonaro o Netanyahu.
Esta incongruencia—como las muchas otras a las que son adeptos los sectores que más presumen de “ilustrados”—demuestra dos cosas. La primera, que los secuaces de ciertas ideologías no vacilan en distorsionar hasta el lenguaje, si creen que eso ayuda a sus objetivos políticos. Y la segunda, que esta deshonestidad intelectual se nutre del desconocimiento generalizado de la diferencia entre los conceptos de “democracia” y “República”. Conocer esta distinción es esencial: sin ella, nos será muy difícil saber reconocer a un potencial tirano.
¿Cómo se identifica a un dictador?
Contrario a lo que muchos creen, los dictadores no se sienten tan incómodos con la democracia. Todo lo contrario: casi siempre les encanta. Si prestamos atención a sus interminables discursos, usualmente les da por proclamarse como paladines y exponentes supremos de la democracia, a menudo agregándole sonoros adjetivos como “participativa”, “auténtica” o “popular”. Y, por supuesto, con lamentable frecuencia alcanzan el poder mediante la vía democrática.
En cambio, nunca vamos a oír a un tirano hablando de la República. ¿Por qué razón? Porque la República, como sistema de gobierno, es el verdadero enemigo de cualquier dictador.
El modelo republicano desconfía del poder político, y por ese motivo busca siempre limitarlo y distribuirlo, mientras que el dictador procura acapararlo y extenderlo. Al ser sus objetivos tan diametralmente opuestos, el aspirante a tirano invariablemente intentará destruir la República… inclusive utilizando la democracia para conseguirlo.
Entonces, lo que define a un dictador no es cómo llega al poder, sino cómo usa el poder. Puede llegar a través del proceso democrático (así lo consiguió Hitler, por ejemplo); pero una vez al mando, comenzará a minar y desarticular las instituciones republicanas, y a sustituirlas por su autoridad personal o partidaria. Esto implicará generalmente varios o todos los siguientes pasos:
- Debilitamiento del Poder Legislativo—que es la única instancia política en que puede tener voz la oposición. Las medidas pueden ir desde la introducción de “decretos” jurídicamente cuestionables, hasta la descarada restricción de las competencias parlamentarias, así como el uso de artimañas judiciales para implementar un programa ideológico esquivando las instancias de representación popular. En muchos casos puede llegarse al cierre del Parlamento y a su sustitución por órganos partidarios, por la “sociedad civil” o por alguna otra especie de “asambleas populares”, que en la práctica sean dóciles al Ejecutivo.
- Manipulación de la opinión pública para obtener su favor—ya sea mediante el control forzoso de los medios de información, u obteniendo su “afinidad” a través de regalías fiscales o contratos generosos. También suele generarse un fuerte aparato de propaganda, especialmente cuando hay una agenda ideológica de por medio (en nuestros días esto puede detectarse en la aparición de “blogueros” y autoproclamados “influenciadores” en redes, casados con el pensamiento oficial, y destinados a ser punta de lanza en el linchamiento mediático de sus oponentes).
- Debilitamiento del servicio público—generalmente bajo la popular excusa de “combatir privilegios”, pero con el verdadero objetivo de anular poco a poco la independencia de la Administración y volverla más sumisa al gobierno de turno.
- Debilitamiento de la independencia judicial—usualmente promoviendo el nombramiento de Magistrados comprometidos con su ideología, y capaces de coronar las maniobras necesarias para eludir las competencias del Parlamento en caso de que hagan falta. Este punto también es válido respecto a las instituciones encargadas del sistema electoral.
- Ruptura de la igualdad ante la ley—a menudo mediante la fabricación de normas jurídicas que, neutrales en apariencia, puedan ser aplicadas fácilmente para enmudecer a la oposición.
- Apelación al miedo—a través de inventarse enemigos internos o externos, reales o imaginarios, a los cuales atribuir todos los males y amenazas, y denunciar sus continuas “conspiraciones”. Para esto es especialmente útil el aparato propagandístico antes mencionado.
- Invocación de una “noble causa” para justificar el poder—que se convierte en la ideología oficial. Esto suele incluir la utilización del sistema educativo para introducir en las mentes juveniles la programación deseada.
Como puede verse, cada uno de estos pasos ataca un aspecto fundamental de la República: la división de poderes, el interés general, el principio de igualdad ante la ley, la libertad individual.
La conclusión es sencilla: sin importar si el inicio del régimen haya sido democrático, o incluso si alguna de estas medidas ha sido avalada en referéndum o cualquier especie de “consulta”, la señal inequívoca de un dictador es el quebranto de los principios republicanos. Y, al igual que sucede con el cáncer y tantas otras patologías, la única manera de evitar esta catastrófica espiral es la detección temprana. Nuestra obligación como ciudadanos es estar continuamente alertas, sin pestañear a pesar de las dificultades cotidianas, y listos siempre para la defensa cívica del sistema republicano. Los países que por descuido o desesperación han pasado por ese trance tan amargo, sin duda preferirían haberlo detectado a tiempo.
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